Experto en estudios de la muerte habla del Covid 19
Tony Walter dice que “El coronavirus aterra a muchas personas con razón, pero a otras de forma desproporcionada”.
Por Darío Mizrahi y Sofía Benavides
Doctor en sociología y profesor emérito de la Universidad de Bath, en el Reino Unido, dedicó gran parte de su vida a estudiar la relación de los seres humanos con su propia finitud. Cómo mutó ese vínculo a lo largo de la historia, qué cambió con la pandemia y el desafío de desarrollar el «arte de morir bien».
Todos nos vamos a morir, eso sin dudas. Y aunque no hay certeza más inapelable que esa, vivimos la vida intentando ignorar –en la medida de lo posible– nuestra finitud. Sin embargo, a lo largo de la existencia humana los vínculos de hombres y mujeres con la idea de la muerte han sido bastante diferentes. Cuándo se muere, dónde, por qué, con quién y de qué, son cuestiones que han ido variando a través del tiempo y de las culturas, así como también lo han hecho las respuestas a la pregunta por lo que sucede cuando la vida se termina: ¿nada?, ¿todo?, ¿algo?
Hasta hace unos 150 años, la humanidad vivía con la idea de que la muerte podía llegar en cualquier momento: era común entre los niños, así como también entre las mujeres que daban a luz, y las personas que llegaban a la vejez eran más la excepción que la regla. Eso cambió radicalmente en el último siglo, en el que la expectativa de vida mundial pasó de 32 años a 73. En la actualidad, debido a que los jóvenes pueden vivir su vida ignorando relativamente su destino final, los interrogantes sobre la muerte solo emergen en la que aparece como la última etapa de la vida.
La pandemia del coronavirus, con todo, puso a la humanidad cara a cara con la muerte. Y aunque las cifras de decesos están lejos de compararse con las de la Peste Negra o la Gripe Española –tanto en términos absolutos como relativos–, y por más que la enfermedad afecta de forma desproporcionada a los adultos mayores y a aquellos con condiciones preexistentes, lo cierto es que se ha extendido la idea de que, de pronto, todos somos susceptibles a la muerte.
¿Por qué, entonces, si se trata del mayor ordenador de la vida, es algo poco estudiado por las ciencias sociales? Están los médicos, que en definitiva se ocupan de estudiar cómo posponerla lo más posible. O los filósofos, que se preguntan por ella en abstracto. ¿Pero quién se ocupa de analizar su impacto concreto sobre los individuos y las sociedades?
Tony Walter nació en Londres en 1948. En 1975 obtuvo un doctorado en sociología por la Universidad de Aberdeen y desde entonces se convirtió en uno de los mayores estudiosos de la muerte. Escribió numerosos libros sobre el tema –el último de los cuales publicó meses atrás, Death in the Modern World (“Muerte en el mundo contemporáneo”, Sage, 2020)– y hasta 2015 fue director del Centro para la Muerte y la Sociedad de la Universidad de Bath, de la que ahora es profesor emérito.
En una larga entrevista con Infobae, Walter contó cómo cambió la relación de las personas con la muerte a lo largo de la historia, explicó lo que la pandemia dice acerca de ese vínculo en la actualidad y llamó a pensar nuevas formas de procesar el fin de la vida en tiempos de distanciamiento social.PlayTony Walter y el arte de morir en tiempos de coronavirus
—La muerte, que a veces se trata de esconder o de negar, se volvió muy visible en el imaginario y en el debate público por la pandemia. ¿Qué cree que reveló el coronavirus sobre el modo en el que los seres humanos nos enfrentamos a ella?
—Es una gran pregunta. Creo que está haciendo que la gente sea más consciente de la posible aleatoriedad de la muerte. En las economías avanzadas, la mayoría de las personas llega a la adultez y solo espera morir en la vejez. Entonces, aparece esta imagen del coronavirus como una peste que puede atacar a cualquiera. Pero la verdad es que tiende a matar a personas de edad avanzada, con condiciones preexistentes. Así que, en realidad, no es cierto que acerca a la muerte a todo el mundo. Especulando, creo que la gente está más preocupada por el proceso de morir, que por la muerte en sí. Por perder el contacto con los amigos y con la familia, quedar aislada en un asilo o estar en un hospital rodeada de máscaras y batas, con un respirador artificial. Esa no es la imagen de una buena muerte en la vejez, en la que uno tiene mucho tiempo y la familia puede venir a visitarte, tomarte de la mano y ese tipo de cosas. Creo que el coronavirus desafía algunos de nuestros supuestos sobre el proceso de morir.No es cierto que el coronavirus acerca a la muerte a todo el mundo. Creo que la gente está más preocupada por el proceso de morir, que por la muerte en sí.
—¿Cómo se ha modificado ese proceso a través del tiempo?
—Durante gran parte de la historia, las personas morían de enfermedades infecciosas, en el plazo de días, de una semana o dos. Lo más importante era que confesaran sus pecados e hicieran las cosas bien con su creador. Pero desde el siglo XX, la mayoría muere de enfermedades degenerativas de la vejez, como el cáncer, las afecciones cardíacas y la demencia, que toman meses o años en matar a alguien. Los cuidados paliativos modernos y occidentales se desarrollaron para crear una muerte más apropiada para ese tipo de enfermedades, y creo que la pandemia del coronavirus nos recuerda que las enfermedades infecciosas, que te pueden matar en el plazo de una o dos semanas, no se han terminado. Es todo un desafío porque uno asumía que no existían más. Yo mismo no estaba más preparado para esto que otras personas. Es un reto para nuestras ideas de lo que es la muerte y de cómo manejarla. En la Edad Media la gente sabía cómo lidiar con la peste, y entendía muchas cosas que aún hoy son apropiadas, como el aislamiento. Es algo que habíamos olvidado y volver a aprenderlo es difícil.
—Recién decía que no es lo mismo morir de cáncer o de demencia, que dan tiempo para prepararse, que de una enfermedad infecciosa, que en el lapso de semanas pueden matar a una persona. ¿Cómo afecta a la relación de las personas con la muerte esta amenaza de un deceso tan rápido e inesperado?
—Si se les preguntara a las personas cómo elegirían morir, muchas dirían que les gustaría pasar una linda tarde con los amigos y la familia, con un buen vino y comida, a los 85 años, sintiéndose bien, y después acostarse en la cama y morir de un infarto, en el medio de la noche (risas). Al menos esa sería mi manera ideal. Sin dolor y sin saber nada. Pero eso puede ser muy duro para la familia que se deja atrás, porque es muy repentino. Creo que es particularmente difícil para los miembros de la familia cuando saben que alguien no va a sobrevivir al coronavirus y no pueden visitarlo. Están angustiados, pero no pueden ir al hospital o al asilo para obtener información. Luego, puede ser muy complejo algo tan simple como organizar un funeral y tener la despedida que uno quisiera, en términos de apoyo social o de los rituales religiosos. Especialmente si uno está en medio de una cuarentena. Por ejemplo, si hay una pareja de adultos mayores, y uno muere y deja al otro viudo, el resto de la familia no puede verlo, lo cual es muy difícil. Así que en muchos sentidos es aún más duro para la familia que para la persona que muere, creo.
—En muchos de sus artículos habla de la importancia que tiene para la familia despedir a quien muere a través de algún tipo de ritual. ¿Qué impacto tiene en una familia o en una comunidad no poder hacerlo?
—En algunos aspectos es como en la guerra, donde los soldados muertos en bombardeos no podían tener un funeral apropiado. Las personas están aisladas y no reciben el funeral que merecen, pero al mismo tiempo tienen la posibilidad de decir “no soy la única cuyo padre o madre ha muerto”, porque muchos están muriendo de coronavirus. Así es en tiempos de guerra y es posible aceptar que son circunstancias excepcionales. Es difícil decir si va a ser más duro para todos desde un punto de vista psicológico. Hay algunas circunstancias en las que aparecen fuentes de apoyo que no se habían tenido en cuenta, como comunidades y barrios en los que hubo mucho acompañamiento para las personas mayores. También hay funerales por Zoom, en los que puede haber muchos participantes. Hay gente que está siendo muy creativa con ese tipo de ceremonias virtuales, quizás más que con las tradicionales, porque la familia tiene que involucrarse más. Al mismo tiempo, no es como un encuentro cara a cara, no se puede abrazar a los otros, etcétera. Así que hay muchos pros y contras. Pero, ¿cuáles serán las consecuencias de largo plazo? Nadie puede predecirlo.
—Todos los días se publican las cifras de muertes por COVID-19 de un modo que parece como si fueran las únicas que importan aunque, lógicamente, mucha gente sigue muriendo por otras causas. ¿Cómo deciden las sociedades qué muertes son más relevantes?
— En las década del 60 y 70, la gente estaba aterrada por lo que llamaban “la gran C”, el cáncer. Se consideraba la peor manera de morir. Pero después mejoraron los tratamientos y se desarrollaron los cuidados paliativos. En los 80, el sida se convirtió en el horror para muchas personas, sobre todo en el África Subsahariana. En los 2000, cada vez más gente empezó a ser consciente de que la demencia era una de las maneras más difíciles de fallecer. De hecho, en la actualidad es una de las principales causas de muerte. Ahora, repentinamente, el coronavirus se convirtió en el modo más terrible de morir. Pero la verdad es que, sin importar la enfermedad, se puede morir bien o no. En el Reino Unido se puso tanto empeño en liberar camas de hospitales para prepararse para un gran número de pacientes de coronavirus que los tratamientos para el cáncer y las enfermedades cardíacas quedaron en suspenso. No lo sabemos, pero es posible que por cáncer y enfermedades cardíacas muera más gente que no habría muerto de la que murió de coronavirus, porque son afecciones en las que el tratamiento temprano es absolutamente esencial para sobrevivir o para tener una buena vida. Así que siempre habrá enfermedades de moda de las que morir, y otras que la gente va a ignorar. En el Reino Unido, que tiene una de las tasas de mortalidad más altas del mundo, murieron más de 46.000 personas de coronavirus. Pero incluso si a lo largo del año llegaran a ser 80.000 o a 90.000, seguirían siendo menos del 20% de todas las muertes que se producen en el país (en 2017 murieron por todas las causas 608.000 personas). Y muchos de los que mueren de COVID-19 son personas mayores, con condiciones preexistentes, que quizás iban a morir de otra cosa en los meses siguientes. Es algo que aterra a muchos con razón, pero a otros de manera desproporcionada.En algunos aspectos es como en la guerra, donde los soldados muertos no podían tener un funeral apropiado. Las personas están aisladas y no reciben el funeral que merecen
—Usted ha estudiado mucho las diferencias que hay en el modo de afrontar la muerte entre distintos países y culturas. Por ejemplo, Holanda y Bélgica han legalizado la eutanasia, que parece inaceptable en otros lugares. ¿Cree que esto se debe a que tienen una concepción diferente de la muerte o tiene que ver con otro factor?
—Lo que voy a decir de Holanda se basa en un muy buen estudio realizado por una antropóloga unos 15 años atrás, que acompañó a médicos clínicos en las visitas familiares de pacientes interesados en la eutanasia. Uno de sus hallazgos es que de cada diez personas severamente enfermas que hablaban del tema con su doctor, solo una efectivamente solicitaba la eutanasia. En Holanda, esta práctica no es sólo un acto, es todo un proceso de diálogo entre el profesional, el enfermo y la familia, que a veces toma un largo período de tiempo. Hay dos elementos de la cultura holandesa que permiten eso. Uno es que hay encuestas interculturales que han mostrado que el país tiene un diferencial de poder muy bajo. La diferencia de estatus entre jefes y trabajadores es mucho menor que en otros países. No es una sociedad demasiado jerárquica, es muy igualitaria. Esta antropóloga argumenta que eso también se extiende a la relación entre médico y paciente. Éste no ve al doctor como a un Dios, sino como a un par en la gestión de la enfermedad. Así que es posible una conversación franca y abierta entre el enfermo, la familia y el clínico. Después de discutir todo con el médico, el paciente ya sabe que si las cosas se pusieran realmente mal y no se pudiera controlar el dolor ni los síntomas, siempre estaría esta posibilidad de la eutanasia. Esto le permite relajarse y tener una mejor calidad de vida, porque ya no está ese gran temor.
—Basándose en esas condiciones culturales de Holanda, ¿diría que la eutanasia es una práctica que podría aplicarse con esos resultados en cualquier país?
—Personalmente, creo que la eutanasia debería ser legal en el Reino Unido, pero quizás no funcionaría tan bien, porque la gente no tiene ese tipo de relación con su médico, así que discutir estas cuestiones de una manera franca y abierta sería mucho más difícil. El sistema de salud y los cuidados paliativos siguen una agenda neoliberal, según la cual las elecciones de los pacientes son importantes, pero cuando se llega al final del camino, lo que decide es dónde quiere morir, en parte porque el sistema de salud no quiere que haya tanta gente en hospitales, porque es muy costoso. Pero de lo que no se puede hablar es de cuándo uno quiere morir, porque eso implicaría preguntarse por la eutanasia. No hablamos de eso, incluso cuando está toda esa retórica sobre la elección del paciente. Es extraño. La gente que se opone a la eutanasia en el Reino Unido dice que llevaría a las personas a no confiar en su médico, porque podrían pensar que quiere matarlas. Pero en Holanda ocurre lo contrario, aumenta la confianza. Recuerdo hablar con un médico holandés de unos 60 años, que me contó que no había practicado la eutanasia a más de uno o dos pacientes por año. Y me dijo: “Puedo recordar a cada uno de ellos, no fue nunca rutina, sino un evento humano muy profundo”. Eso me pareció increíblemente tranquilizador.Es posible que por cáncer y enfermedades cardíacas muera más gente que no habría muerto de la que murió de coronavirus, porque son afecciones en las que el tratamiento temprano es absolutamente esencial para sobrevivir
—Anteriormente, usted dijo que, por ejemplo en el Reino Unido, contra lo que sucede en Holanda, la relación entre pacientes y médicos es muy asimétrica; el médico es prácticamente un dios, o al menos un cura. ¿Cree que es un vínculo poco sano?
—Tengo que decir que esa actitud se está desmoronando en el Reino Unido, aunque no creo que esté en el camino de la relación más igualitaria entre médico y paciente del sistema holandés. Más bien se está llegando a desconfiar de los médicos y a que los pacientes apelen a medicinas alternativas; los médicos prescriben ciertas drogas y los pacientes deciden no tomarlas, e ir por algo alternativo en su lugar. Entonces, lejos de una relación más igualitaria entre paciente y médico, lo que sucede es que los pacientes ya no creen en su doctor y en su autoridad. Y tampoco encuentran un espacio para discutir francamente con ellos su vida o lo que les sucede. Además, lo que pasa en el Reino Unido es que el sistema de salud ha transformado a los pacientes en consumidores. Entonces, se busca “informar” a los consumidores para que éstos tomen decisiones. No creo que esa sea una muy buena forma de concebir la medicina. Aunque entiendo su punto, creo que si un médico es lo suficientemente confiable, no hay motivos para que yo objete su forma de hacer las cosas.
—Antes decía que, aunque las consecuencias de la pandemia pueden ser terribles, hay una respuesta social un poco exagerada. Desde un punto de vista sociológico, ¿cuáles son los factores que, en la sociedad contemporánea, podrían explicar estas reacciones?
—Pensando en el Reino Unido, aunque creo que es aplicable a varios países occidentales, existía hasta hace unos años una planificación ante pandemias, aunque más orientada a algo parecido a un resfrío o una gripe. Se carecía de previsión ante un virus en el que contagian también quienes son asintomáticos. Y esto requiere una planificación bien diferente. De cualquier forma, entre 2007 y 2008 estábamos más preparados para afrontar una crisis como la actual, pero muchos de los planes sanitarios de entonces se descartaron con la llegada de la crisis financiera. Por ejemplo, teníamos más PPE (equipo de protección individual, para el personal sanitario) que el que tenemos en 2020. Se impuso la idea de que había que ahorrar todo el dinero posible, y que no era bueno gastarlo para prepararse para una pandemia que quizás nunca ocurriría. Por otra parte, creo que como el MERS y el SARS fueron epidemias asiáticas, nosotros las subestimamos profundamente. Puede ser que se deba a una especie de arrogancia eurocéntrica occidental, pero no lo sé, estoy especulando. También se relaciona con una sensación de que nunca seríamos vulnerables ante una cosa así, y por eso mismo no aprendimos lecciones que podríamos haber tomado de los países asiáticos.
—¿Pero cree que, quizás debido a esta arrogancia occidental, o por cómo la medicina se las arregló para disminuir las tasas de mortalidad en los últimos 100 años, la muerte sea más difícil de aceptar en la actualidad?
—Hasta hace unos 150 años, la mayoría de la gente podía morir a cualquier edad. Era común en la niñez, las mujeres morían dando a luz y si alguien llegaba a los 70 años era afortunado. La idea general era que la muerte podía llegarte a tí o a tus seres queridos más o menos en cualquier momento de tu vida. Hasta ese momento, o incluso un poco más, las mujeres embarazadas se preparaban para dar a luz y para morir, en simultáneo, porque había muchas chances de no sobrevivir al parto. Eso ya no sucede. Y aunque nunca estuve embarazado y sé que las mujeres embarazadas deben tener sus temores, ninguna se prepara, digámoslo así, formalmente para la muerte. No escriben su testamento, ni se despiden de sus seres queridos, ni piden ver al cura, cosas que eran muy normales hace 150 años. Pero creo que en la actualidad lo que sucede es que la gente que llega a una determinada edad acepta que es mortal y que la muerte sucederá, eventualmente. Y también lo asumen los sistemas económicos a través del régimen de pensiones y jubilaciones, y todos estos planes que hoy decimos que tenemos que defender. No creo que el COVID-19 haya cambiado eso. Sí puede haber cambiado la percepción de la gente sobre el tema.Hasta hace unos 150 años, la mayoría de la gente podía morir a cualquier edad. Era común en la niñez, las mujeres morían dando a luz y si alguien llegaba a los 70 años era afortunado
—¿Y qué diría sobre el lugar de la religión en este debate? Porque en el pasado tenía el monopolio de las interpretaciones en torno a la muerte, pero desde hace tiempo perdió ese sitial.
—La religión ciertamente puede dar contención, puede ofrecer apoyo, pero al mismo tiempo puede ser aterradora. Depende de qué religión. Los curas pueden mandarte al cielo o al infierno, y pueden hacer así que la gente tenga pánico a morir. Pero no creo que sea posible generalizar, hay muchas formas diferentes de religión. Hablando no ya de una cuestión de creencias individuales, sino más bien de cuando alguien es parte de una comunidad religiosa, por ejemplo, puede obtener allí mucho apoyo. En relación al después de la muerte, hay religiones, no todas, que ayudan y acompañan con rituales en lo que podría ser la etapa del duelo. Tenía una alumna que era hindú, y que era a su vez muy moderna, era lesbiana, por ejemplo, fumaba marihuana y no era particularmente religiosa, y a la familia le había costado mucho aceptarlo. Ella me había dicho que le resultaba muy difícil hablar con su familia de estos temas. Y un día murió su querida abuela y debió volver a su hogar por una semana. A su regreso, me contó cuánto la habían ayudado los rituales hindúes de despedida. No solo los formales, como el funeral, sino también el tiempo que pasó con su familia en casa, cocinando, los rezos… Todo creó un entorno que ella encontró increíblemente útil y necesario para su propio duelo. Y mucha otra gente, claro, encuentra ese tipo de cosas profundamente opresivas.
—Eso en relación al duelo. ¿Y si hablamos propiamente de la muerte?
—En el siglo XIX, una de las razones por las que la gente llamaba al cura y no al médico era sencillamente que el doctor no tenía ningún poder, no servía de mucha ayuda. No podía calmar el dolor o algo parecido, así que tenía más sentido ver al cura. Ahora, en cambio, la situación se invirtió: los médicos sí pueden ayudarte a reducir el dolor, los padecimientos. Entonces, la gente quiere ver primero al médico, y después, si son religiosos, quizás quieran ver al cura. Lo que quiero decir es que no se trata sólo de que la gente es menos religiosa, sino más bien de que la medicina también se ha vuelto más efectiva.
—En el artículo que escribió sobre el COVID-19 usted menciona que tenemos que desarrollar un nuevo “arte de morir”. ¿Podría explicar qué quiso decir con esa idea?
—En la Edad Media había algo llamado el Ars Moriendi, que significa “el arte de morir” en latín, y que eran “instrucciones para morir bien”. Eso tenía que ver con ordenar tu casa, pedirle disculpas a tus seres queridos, confesar tus pecados a Dios, escribir tu testamento. Y todo esto era algo que podía hacerse en dos o tres días, porque muy probablemente morías de una enfermedad infecciosa, y eso sucedía en un plazo de entre unos días a una semana. En eso consistía el arte de morir bien, en paz con tu familia y con tus seres queridos. Pero desde el siglo XX la muerte ha cambiado, y lo más probable es que te mueras de cáncer, o de una enfermedad del corazón. Y eso puede llevar meses y hasta años, entre el primer diagnóstico y el momento en el que efectivamente mueres. Entonces, ¿cuál es la mejor manera de manejar tu muerte por alguna de estas enfermedades? Es decir, el arte de morir medieval solo lleva algunos días, pero ¿qué haces después de eso? Es en ese contexto que en muchos países occidentales ha surgido el Movimiento Hospice, que desarrolló lo que se conoce como la medicina paliativa moderna, y que es una especie de aproximación holística a la muerte, manejando los síntomas y el dolor de la gente como para que pueda vivir de la manera más positiva y activa posible el tiempo que le quede. Está basado en la gestión del dolor y en el manejo de los síntomas, y en una buena comunicación entre médicos y pacientes, para que la gente pueda hacer planes. Y pueda decir: “Ok, tengo cáncer, y probablemente me queden tres, cuatro u ocho meses, pero ¿cómo quiero vivir ese tiempo? ¿Quiero seguir trabajando? ¿Quiero compartir más tiempo con mis amigos y mi familia? ¿Quiero viajar?”. Entonces, la idea es vivir de la mejor manera ese periodo de tiempo que queda.
—Esa nueva forma del “buen morir”, sin embargo, pareciera que no funciona con el COVID-19.
—Claro, porque es tan contagioso que no puedes hacer ninguna de estas cosas, ni estar con tu familia, ni tener estas conversaciones cara a cara; es muy dificil planificar cómo quieres vivir. Y la verdad es que tampoco podemos volver a la Edad Media, porque la mayoría de las personas no son religiosas, entonces la pregunta es, ¿cómo sería una buena muerte por COVID-19? Tengo amigos y colegas que trabajan en cuidados paliativos, y que están haciendo sus mayores esfuerzos. Éstos incluyen, por ejemplo, darle un iPad a una persona que nunca ha usado uno para que pueda comunicarse con su familia. Entonces, creo que ellos son quienes están comenzando a crear un nuevo arte de morir. Y es algo que evoluciona, no es algo que simplemente sucede. Estamos aprendiendo a hacerlo. Y pasará de modo diferente en distintos países. Creo que muchas miles de personas, posiblemente millones, están explorando a través de sus acciones cómo serán las nuevas formas de morir bien, o lo mejor posible. No las van a crear intelectuales ni profesores universitarios, sino que ya las están creando enfermeras, médicos y cuidadores.
Fuente: Infobae