“Lo sé todo”: aquella enciclopedia que nos enseñó tanto
Eran doce tomos. Fue creada en Italia y se leyó por toda América latina. El mercado de las novedades se la tragó pero todavía se consigue.
Hace mucho, mucho tiempo, en mi casa había una gran biblioteca; me estoy refiriendo al mueble cuando digo biblioteca. En un anaquel a la mano, estaban los siete tomos de la enciclopedia Lo sé todo.
Cada uno de un color diferente, versaban sobre cultura general, historia y ciencias. Tengo nueve, diez años, y los voy leyendo calmosa. Quiénes son los aztecas que sacrifican a una princesa tan bella, quién es Paris el ladrón troyano de amores, quién es Cristóbal Colón, quién Edison, por qué la Via Láctea tiene ese nombre. Voy leyéndolo todo con un hambre que no me abandonará nunca. En mi cabeza digo: “Cuando los haya leído, lo habré sabido todo”.
Pertenecían a la biblioteca de mi madre, quien no concebía que en una casa con niños no hubiera una enciclopedia, un diccionario enciclopédico -que no es lo mismo en absoluto – y unos cuantos manuales acerca de cómo criar a los hijos y de medicina popular. Un aparte era el Libro de Cocina de Doña Petrona, y digo aparte, porque no estaba destinado a conformar la biblioteca , sino que se acomodaba en un cajón de la cocina entre los manteles y las servilletas, por ejemplo.
Muchas familias de la época compartían la misma noción de lo que debía ser la biblioteca familiar.
En Milán. Camilo Ugoni 13, el lugar donde nació la enciclopedia Lo sé todo.
Juntar el saber en un solo lugar, por ejemplo, la biblioteca. Juntar todo el saber en un solo libro, la enciclopedia. Desde enero del 2001, con el nacimiento de Wikipedia, el concepto de enciclopedia física quedó relegado a la misma época en la cual los gliptodontes caminaban por la Avenida de Mayo.
Cuarenta y cinco millones de entradas en 280 idiomas dan por tierra con cualquier emprendimiento enciclopédico de hoy día que no sea digital. Entre la Enciclopedia Británica -Q.E.P.D 1994, cuando se dejó de editar y pasó al formato online previo pago por adelantado – y la Wiki, hubo incluso un híbrido en discos compactos que se llamó EnCarta y que dejó a sus usuarios más confundidos que despiertos.
Iluminar con el conocimiento enciclopédico fue una propuesta que animó a los filósofos de la Ilustración en el Siglo XVIII. De aquel entonces viene decir de alguien que es “ilustrado” o “tiene luces” porque el saber lo encendió a la vida, a la condición humana.
El Discurso preliminar de D’Alembert y Diderot es muy esclarecedor en este sentido: el único objetivo de la enciclopedia era hablar de saberes probados de su tiempo. El suyo fue un intento científico de dar cuenta de lo que existe: editaron su enciclopedia en 35 volúmenes entre 1751 y 1772. Su lectura fue pan y vida para los futuros revolucionarios franceses, aquellos que proclamaron los valores que nos hacen ser hoy quienes somos y que defendemos a rajatabla: igualdad, libertad y fraternidad. El postulado que expresa que “saber es poder” se aplica aquí con perfección.
En 1959, coordinados por un editor llamado Mario Confalonieri nacieron los doce tomos de la Vita merivigliosa, y fueron editados en el barrio de Dergano, Milán, en la dirección Via Camillo Ugoni, 13 -o al menos así lo consignan los libros-. Según Street View, ahora hay allí una propiedad deshabitada, entre un centro pediátrico y un local de artículos de deporte.
Los libros fueron comercializados en lengua hispana por Larousse bajo el nombre de Lo sé todo y de esta forma llegaron a la Argentina. El índice incluía veinte temas, desde Anatomía y Cosmografía a Historia del Vestido. Constituían artículos de varias páginas, en un lenguaje ameno, de divulgación, y con varias acuarelas ilustrando cada “documental”, como llamaban al artículo.
Primer ejemplo
“Las libélulas prestan importantes servicios al hombre, ya que devoran un gran número de insectos, nocivos. Su rapidez elegancia y hermosura de sus alas han inspirado frecuentemente a los poetas. En Francia, a causa de la gracia de su vuelo, se las llama damiselas, mientras los ingleses, considerando la enorme cabeza que les da un aspecto poco agradable, las califican de moscas dragones, y en los países de América del Sur reciben el nombre de caballitos del diablo.” La libélula (Tomo 1, documental 335).
Enciclopedia lo sé todo.
Aunque este artículo sobre la libélula en el Lo sé todo abría a un mundo nuevo: la relación entre los insectos y los poetas, no mencionaba el verdadero nombre con el cual llamábamos a la libélula por mi barrio y por toda la Argentina y Uruguay: aguaciles. A veces, a la enciclopedia se le pasaban cosas por alto.
En 2018, Esteban Dómina, escritor e historiador cordobés, los recordó en La voz del interior: “No eran ediciones baratas. Quizá por eso -y por su probada utilidad – quien tenía el privilegio de poseer uno, lo trataba y cuidaba como a un ser vivo. Quien no, recurría a los compañeros felices poseedores o a las bibliotecas públicas, pero nadie prescindía de los Lo sé todo. Eran el escalón superior a los manuales escolares Kapelusz o Estrada.”
Las ediciones no fueron actualizándose y así perdió su lugar en un mercado siempre ávido de novedades. Hoy, los antiguos Lo sé todo pueden comprarse como ediciones vintage por Mercado Libre, Amazon o Ebay.
Todavía vale la pena leer las entradas sobre mitología e historias de la Biblia, por ejemplo, la descripción de países antiguos y vida de personajes ilustres. Recomiendo calurosamente que hagan la experiencia, porque no son muy costosos, y viajarán en el tiempo. Verán en carne propia cómo las generaciones anteriores a las táctiles nos enfrentábamos al ansia de conocimientos.
Segundo ejemplo
La biografía de Vicente Bellini hacía que cualquier chico ansiara ser un músico como él: “El primer niño que venía a alegrar el hogar del signor Rosario, modesto organista y profesor de piano, semejaba un pequeño ángel. Dos días después de su nacimiento fue llevado, en brazos de su padre, a la pila bautismal de la catedral de Catania, en cuyos libros, el 3 de noviembre de 1801, un canónigo inscribió los nombres Vicente Salvador Carmelo Francisco Bellini, sin sospechar que el niño habría de representar un importante papel en la historia de la música y aportaría un nuevo florón a la corona de su ciudad natal”. (Tomo 3, documental 180).
Vicente Bellini. Una entrada de la enciclopedia «Lo sé todo».
Pero aunque el ansia de fama nos alentara hacia el futuro, para empezar, ni yo ni ninguno de nuestros conocidos plebeyos contaba con cuatro nombres propios para triunfar, y en el caso de triunfar, ¿qué era eso del florón? En este caso, para enterarse de qué cosa había aportado Bellini a su ciudad, había que tener el tomo indicado de la enciclopedia donde explicaran qué eran los florones.
Me temo que estas frases suenan como las de abuelo Abraham Simpson dándole consejos a Bart, pero la realidad es que en tiempos no tan lejanos, cuando alguien quería aprender debía poner voluntad en hacerlo. Una tenía que sentarse y realizar una operación mental muy simpática que se llama leer, y luego comprender el texto, para interpretar -a veces incluso había que buscar el vocabulario en otro objeto vetusto, el diccionario – y explicar así a la maestra o a sí mismo de qué iban los fenicios.
No se podía usar el “copy & paste”; tampoco googlear en un foro: “¿Inventaron los fenicios el alfabeto?” y mucho menos abrir la web de la RAE para descubrir el significado de una palabra en escasos quince segundos. El conocimiento al que accedían los seres humanos era, por llamarse así, manual, era a tracción a sangre.
Y el último ejemplo
Y por supuesto, vaya como último ejemplo de las entradas del Lo sé todo, la ficha dedicada a los pingüinos. “Si observamos un pingüino en sus actividades diarias, tendremos la impresión de ver un hombrecillo de movimientos torpes, vestido con traje de etiqueta, pechera de una blancura inmaculada y chaqueta de satén negro.” (Tomo 2, documental 126). La ternura que podía inspirar este párrafo contrastaba, al ser leído en voz alta, con la voz ronca de mi madre, tajante: “¡Ni se les ocurra venir con la idea de tener uno de mascota! ¡No, y no hay lloriqueo que me ablande!”
Por aquellos tiempos, un día alguien me comentó que en la biblioteca de la escuela, también poseían una enciclopedia de esas características. Como a los once y algo visité la biblioteca de la escuela; la bibliotecaria se llamaba Ida y con indiferencia explicó: “Tenemos sólo once tomos del Lo sé todo; nos falta el último. Creo que lo robaron; no sé si podremos reponerlo. La colección tiene en total doce tomos.”
Personajes. En la enciclopedia «Lo sé todo».
Eso fue lo único que oí: la colección tenía en total doce tomos. Doce. Esa tarde me derrumbé en el sofá gris de mi casa y lloré. Mi madre vino compungida y me preguntó qué me pasaba. ¿Cómo le iba a contar mi desilusión al saber que no lo sabré todo nunca porque en la escuela faltaba un volumen y acá en casa faltaban cinco? ¿Cómo decirle que la ilusión de saberlo todo se me fue para siempre?
Al rato, mi madre salió; cuando mi padre le preguntó por mi tristeza, ella contestó más indiferente que la bibliotecaria: “Cosas de la edad, Alberto, la pubertad; seguro ya se está por hacer señorita”. Mi padre tampoco entendió.
Fuente: Clarín