La pandemia como desafío evolutivo

Varias son las dimensiones que se entrecruzan en la pandemia de coronavirus; todas desafiantes, pero no todas negativas. Tanto en lo personal como a nivel colectivo, este pequeño virus nos ha puesto en jaque.

Lo más asombroso de esta pandemia es que por primera vez en la historia, toda la humanidad, sin distinciones de nacionalidad, origen o extracción social, se ha visto interpelada por un peligro invisible. Primera paradoja: en la era de la información, lo que nos viene a confrontar con la posibilidad de la muerte, y nos obliga a un confinamiento forzoso, es un pequeño trozo de información que necesita de nuestra propia información para alojarse en un lugar propicio que le permita replicarse. De una altísima expansividad, pero de baja letalidad, el Covid-19 no es un «bicho», sino una deriva de aquello que los humanos hemos aprendido a manipular en exceso y casi sin regulaciones: información. Tan frío y tan potente como eso.

Lo segundo a destacar es que, con la expansividad del virus, se difunden masivamente las noticias sobre sus estragos y las desenfrenadas respuestas que se vienen dando. Terminamos siguiendo el número de muertes y contagios como si eso fuera la noticia del día. Otro aspecto paradójico: nos beneficiamos con un altísimo nivel de información que ha permitido tomar medidas por anticipado; y, al mismo tiempo, estamos siendo «sometidos» a una contaminación informativa descomunal a través de gobiernos, medios y las redes. Todo en exceso es malo.

Pareciera que la «información» que se difunde, y sobre todo la terminología bélica que se utiliza, generan efectos negativos: la instilación masiva del miedo y una actitud «defensiva» constante, como estados emocionales prolongados. El miedo cumple un rol de preservación de la supervivencia cuando es puntual y definido. Nos permite defendernos y huir ante un peligro inminente. Sin embargo, se vuelve tóxico cuando se instala como una emoción de base ante una amenaza que se dilata por demasiado tiempo. Su efecto en ese caso es constrictor y desenergizante: nos deprime y nos torna muy vulnerables. Cuando la presencia del miedo se naturaliza como parte de nuestras vidas, nos debilita, nos hace proclives al sometimiento. Y como aún los gobiernos siguen ejerciendo el poder con una alta dosis de autoritarismo y manipulación, y grandes mayorías adhieren y tienden a permitirlo, vemos que con la pandemia han crecido en el mundo estas tendencias en forma alarmante.

La naturalización del miedo tiene efectos regresivos; en términos antropológicos, casi diríamos «involutivos». Sin bien las teorías difieren sobre los mecanismos de lo que llamamos «evolución», está generalmente aceptado que la transformación de las formas vivas tiende a una creciente complejización y autonomía, dentro de un marco general de autorregulación sistémica entre dos tendencias básicas: la adaptabilidad y la libertad. En el caso de la especie humana, podríamos considerar como rasgos evolutivos la independencia, la responsabilidad, la conectividad vincular, la empatía -tanto hacia los demás como hacia el entorno-, la autoconfianza y la búsqueda por la propia singularización.

Un equilibrio alterado

Entre el Covid y las cuarentenas prolongadas sostenidas en base al miedo, ese delicado equilibrio evolutivo entre libertad y adaptabilidad se ha alterado. La emocionalidad y nuestros cuerpos, barómetros indiscutibles, se entumecen, duelen, se pierden funciones vitales indispensables, nos baja la inmunidad, los niños regresan a etapas previas, los mayores se deprimen, los jóvenes tienen ataques de pánico, se altera el ritmo del sueño y el descanso, crece el consumo de ansiolíticos.

Detrás del miedo como emoción básica se agita más de un fantasma. En primer lugar, los miedos atávicos. La humanidad ha padecido sucesivas situaciones traumáticas que han dejado impresas en nuestra memoria colectiva heridas ancestrales, que se reabren y actualizan en cada uno de nosotros frente a una situación como la que desencadenó el Covid. Según el historiador Yuval Noah Harari, son tres los miedos que arrastramos desde nuestros orígenes como homínidos: el miedo a los depredadores (desde que bajamos de los árboles en busca de comida); el miedo a la hambruna (durante sequías o inundaciones), y el miedo a la «peste» (desde las míticas siete plagas de Egipto, las epidemias nos han confrontado con la posibilidad del contagio, la enfermedad y la muerte).

Hoy debemos sumar a la lista un nuevo miedo: el que nace de la incertidumbre. La aceptación de la incertidumbre y la imprevisibilidad como condiciones naturales y creativas conmueve los cimientos más profundos de nuestros supuestos ontológicos, y no resulta tan fácil advertir sus beneficios. El paradigma de la Modernidad nos hizo creer que vivimos en un mundo estable, sólido, firme, material y previsible. Nos garantizó certezas y control; nos convenció de que podríamos alcanzar esas metas aplicando solo nuestro intelecto y nuestra voluntad de poder. Una ilusión que se viene desmoronado, pero a la cual nuestra emocionalidad más básica sigue aferrada. ¿Cómo que no podemos seguir haciendo lo que queremos y teníamos planeado? Salir, viajar, seguir con la vida «normal». Nuestro ego herido grita ¡No puede ser!

Tal vez el Covid sea una oportunidad para detenernos, para observar y reflexionar. Una oportunidad para hacer los cambios que veníamos evitando y que ahora parecen impostergables. De lo contrario siempre se presentarán nuevos Covid que nos obligarán, con modos cada vez más implacables, a hacernos las preguntas fundamentales.

A la luz de la hipótesis evolutiva, podemos vislumbrar que la incertidumbre encubre un miedo aún más profundo, oculto y lejano a nuestra consciencia, que nos desafía a utilizar responsablemente nuestra cualidad más esencial como humanos: la libertad de elegir. Toda situación de encrucijada plantea la necesidad inexorable de decidir por dónde seguir. Es comprensible el miedo que conlleva. Junto con la presión y el estrés evolutivo que esto supone, afloran las tentaciones regresivas, ya sea a quedarse en un limbo de indefinición o a tomar el camino de retorno a etapas más confortables.

Para muchos es más fácil delegar la responsabilidad de elegir, encontrar un padre, un esposo, un gobierno o un médico que nos diga lo que debemos hacer; para otros con una gran ambición de poder es enorme la tentación de utilizar este recurso para dominar y apropiarse energéticamente de los que entregan su información y su poder. La socióloga y escritora Shoshana Zuboff ha denominado «capitalismo de vigilancia» a una nueva etapa del sistema donde la invasión digital en la información personal nos puede transformar en meros paquetes de datos comercializables. Algo de lo que solo el ejercicio consciente de nuestra libertad de elección nos puede prevenir. Como reafirma el filósofo surcoreano Byung-Chul Han, «con este saber se puede influir, controlar y dominar totalmente a las personas.»

Hay un patrón que el Covid está poniendo en evidencia en todo el mundo: donde florecen líderes autoritarios hay pueblos sumisos propensos a obedecer, y las cuarentenas tienden a prolongarse sine die. Sin embargo, otro indicador resulta relevante: donde ha dado mejores resultados el manejo de la pandemia es en los países donde los gobiernos aplicaron una mezcla de cuarentena inteligente esto es, focalizada, con testeos y seguimiento, pero básicamente, donde se apeló a la responsabilidad individual y el empoderamiento de la gente para mantener las medidas de higiene y seguridad.

Cambio de rumbo

Los caminos de evolución siempre están plagados de tentaciones regresivas o desvíos que no conducen a buen puerto. Tal vez la humanidad tomó uno de estos desvíos en sus ansias de control y manipulación, en la ilusión de que su poder no tiene límites, en su desprecio por el equilibrio. Pareciera que el Covid también vino a mostrar que debemos cambiar el rumbo de nuestro «estilo de vida», de nuestra forma de vincularnos y de ejercer el poder personal y social.

Este virus nos dice debemos hacernos responsables de nuestros actos, pues no todo es para siempre: la Naturaleza no es inagotable, la salud no es invulnerable, el crecimiento ilimitado no necesariamente es sinónimo de «progreso».

Sin duda, el Covid es mucho más que una emergencia sanitaria: es una emergencia evolutiva. Desde hace unos 40.000 años la especie humana adquirió una forma más o menos estable -el homo sapiens sapiens (el hombre que sabe que sabe)-. Lo que no está tan claro es que este proceso de «hominización» haya sido acompañado consistentemente por una creciente «humanización». Esta es una deuda pendiente, un camino aún abierto en el que la crisis del Covid puede ser una gran oportunidad. Estamos frente a una encrucijada y debemos elegir. Seguramente desafiando a nuestro miedo más profundo. Ya lo anticipó Erich Fromm hace décadas: el «miedo a la libertad». ¿Qué camino nos torna cada vez más humanos, más conscientes y más responsables, menos temerosos, dependientes y vulnerables?

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/opinion/la-pandemia-como-desafio-evolutivoensayo-nid2453135?fbclid=IwAR3fNekWBE7mHt1zbqLtNox58YfwgFBnjhevhfd4AVuRUgjl8_nGrhnqRA8