Mafalda, adelantada pero no “rebelde sin causa”
Por Beatriz Sarlo
Inteligente, irónica, cuestionadora pero sin pasarse de la moral familiar, la niña que creó Quino fue un ideal en los 60.
El día del duelo. La escultura de Mafalda en San Telmo, llena de flores.
Cuando iba a visitar a mis tías, encontraba las tiras de Mafalda, que publicaba el diario El Mundo, sobre la mesa del living. No eran coleccionistas, pero Mafalda fue una excepción. El humor de Quino sintonizaba con lo que, durante décadas, habían acumulado como maestras de primaria, donde las chicas que se parecían a Susanita ya estaban demasiado marcadas por un destino de ama de casa.
Esas mujeres deseaban en silencio que sus sobrinas se parecieran a Mafalda; que fueran inteligentes y originales; que pusieran a los adultos en su lugar y, sobre todo, que fueran irónicas, como todavía no se usaba que fueran las niñitas de capas medias, en los barrios a comienzos de los años 1960. Mafalda no era una imitación graciosa, sino la forma estética de una nueva experiencia, que Quino tuvo el talento de convertir en cómic.
Mafalda pensaba sola y, en vez de esperar soluciones, planteaba preguntas incómodas o que dejaban sin respuesta. Para mujeres independientes, la llegada de Mafalda significaba la realización de lo que ellas querían que fueran los niños: curiosos, siempre despiertos, grandes examinadores de prejuicios, alertas sin pasarse de una línea moral de convivencia. Mafalda era una niña que se había liberado de que las muñecas fueran el único juguete permitido.
Y tenía una ventaja sobre las niñas adelantadas a su tiempo, porque Mafalda se discurría dentro de limites perfectamente aceptables, que la separaban de las áreas prohibidas de la sexualidad y de la intimidad física de los adultos. Era una niña independiente y aguda, pero adecuada al espacio social y moral donde vivía su familia. No avanzaba sobre territorios incómodos. Era distinta pero no ofensiva; crítica, pero no una rebelde sin causa.
Quino ponía la vara bien alta, y sus lectores creían que valía la pena que la vara estuviera allí, sostenida por Mafalda, no por Susanita, representante de una sensibilidad tradicional que asignaba a las mujeres el escenario hogareño de repetidoras de modelos, que en esos tiempos ya parecían arcaicos porque se resquebrajaban las instituciones que los imponían.
Mafalda era también un ideal que había que alcanzar. Por supuesto, mis tías también se divertían con ella y, por eso, preferían la historieta a algún texto feminista. Ni sufragista ni revolucionaria de las costumbres, la niñita no exigía que se adoptara un programa. Pedía, simplemente, buena fe y cierta coherencia. Esas eran, por otra parte, sus cualidades. No era una provocadora, sino una reflexiva.
Quino tuvo esa genialidad, la del humorista que está un paso adelante de su público, sin pedirle, como jefe o profeta, que realice las costosas operaciones de una revolución en la sensibilidad o que transgreda todos los limites dentro de los que vive. Fue un gran humorista del realismo de anticipación.
Por eso, Mafalda pudo ser “fea”, y Susanita “linda” y acicalada como una damita. En esa dupla, Quino estableció una tipología: la de la mujer que se prepara mejor que sus padres para el futuro, como Mafalda; y la de quien, como Susanita, aspira a convertir su futuro en algo parecido al presente de sus padres, pero mejor. Mafalda no es la exageración cómica de un modelo, sino la realización irónica de algo que estaba en el horizonte próximo. Por eso, por el carisma de su inteligencia, Mafalda resulta tan simpática. Nunca pedante, siempre imprevisible.
Los grandes artistas crean grandes personajes, sin hacer gestos desmesurados que delaten el esfuerzo. Quino fue grande.
Por: Beatriz Sarlo
Fuente: Clarín