Encuentro con Raúl Soldi
En 1981, la casa de Raúl Soldi estaba ubicada, casi escondida, junto a las vías del ferrocarril y tan cerca de la estación Rivadavia que cada tren que llegaba o partía se convertía en telón de fondo de la conversación. Había, también, un pequeño jardín con rosas que cultivaba Estela, su esposa.
“Ni siquiera hay tráfico porque la calle está cortada! –explicaba Raúl–. Así es que aquí pinto con la misma tranquilidad que cuando vivíamos en la casita de Glew.”
Y Soldi tenía luz en la mirada para contarnos que acababa de reunir allí (1981) sesenta obras de distintos períodos de su vida.
Frescos de Raúl Soldi en la iglesia Santa Ana, de Glew. / Archivo
“Voy a donarlas a la Fundación Santa Ana de Glew porque me parece presuntuoso ponerle mi nombre y he elegido, en cambio, llamarlas como la capilla de la que, hace años, pinté los murales. Es una Fundación que ya lleva diez años como Biblioteca Popular y como centro de alfabetización de adultos…
Mirá… –me dijo entonces mientras extendía la mano para señalar los cuadros que colmaban la habitación–. Nada de todo lo que he pintado me ha dado tanta alegría como ver a una señora de setenta años, escribir su primera carta a la familia radicada en Santiago del Estero.”
Secretos de artista
Rodeado por gran parte de su obra, Soldi reflexionaba en voz alta: “La venta de un cuadro es como un laberinto, a no ser que lo encuentres en algún remate. Las telas pasan de mano en mano y es difícil seguirles la pista.
Es como con las fotografías: recién cuando las ves todas juntas, te das cuenta de que has ido envejeciendo. Aquí intervienen muchos factores. Los estados de ánimo son muy importantes. También se ha fantaseado mucho sobre eso.
Una obra de Raúl Soldi. / Archivo
Por ejemplo, a mí me parece que cuando un pintor habla de premoniciones acerca de un cuadro está diciendo una falsedad. Uno puede sentir determinados deseos, pero todo comienza frente al bastidor, a ese espacio en blanco de 40×40 o de 1 metro por 1×20. De pronto es como si todo tu mundo se concentrara allí.
El resto desaparece. Siempre hay un fantasma rondando que nos acompaña al pintar. Pero también… –Soldi se reía francamente–, de pronto, puede ser sustituido por otros fantasmas que no son siempre los mejores…”
–¿Te estás refiriendo a la presencia del mal? –le pregunté.
Con toda naturalidad, Raúl Soldi asintió:
–¡Ahí yo creo que existe el diablo! Desgraciadamente es así. Hay siempre un combate entre el bien y el mal. Lo que sucede es que, muchas veces, no triunfa del todo ninguno de los dos…
-Y en alguno de todos estos cuadros, Raúl, ¿hay alguno en que, por ejemplo, vos señalarías la presencia del mal?
–No, porque yo siempre lo he rechazado. En cuanto lo he sentido aparecer en mi obra, lo he raspado de la tela hasta hacerlo desaparecer. No me gusta enfrentarme con el monstruo.
Sin embargo, hay otros pintores que no lo sienten así. Se familiarizan y siguen con él. Y eso no significa de ninguna manera que sea más arte una cosa que otra. A lo mejor, artísticamente, el mal del cuadro maldito puede ser superior a otra inspiración.
Pero como cada pintor tiene su propia naturaleza también hay una tendencia personal hacia estos extremos. En mi caso, hasta que no logro que la figura que estoy pintando “me hable”, no estoy conforme.
-¿Pero, cómo te “hablan” tus figuras?
–Bueno, es necesario sentir el placer de su compañía. Sucede como con los paisajes. Necesito pintar paisajes habituales en los que yo podría vivir y mis figuras tienen que ser personajes con los que yo, también, tenga la posibilidad de alguna cercanía…
Mientras, muy cerca, escuchábamos el paso del tren, Soldi se apoyó en una de sus obras.
¿Cómo no aceptar lo que un artista genial nos explica con tanta sencillez?
Fuente: https://www.clarin.com/viva/magdalena-tarde-raul-soldi-conto-secretos-arte_0_ObZBamQvE.html