Hace 55 años derrocaban a Illia
El golpe cultural del 28 de junio de 1966: a Dios rogando y con el bastón dando. De La Noche de los Bastones Largos al corte de pelo en las comisarías, la dictadura de Juan Carlos Onganía cayó con fuerza sobre uno de los momentos culturalmente más ricos de la Argentina, cuando el país era cuna de vanguardias mundiales. El Estado fundamentalista de 1966 truncó, hasta donde pudo, esos focos “disolventes”.
Por Gabriel Sánchez Sorondo
Onganía, hincado y rezando durante un acto en Luján, en 1969.
Además de responder a un plan económico liberal, Onganía construyó un enemigo confuso pero orgánico en su imaginario: hippie, comunista, homosexual, drogadicto, extranjero, o portador de lo extranjerizante en desmedro de nuestra solidez esencial. Fue un general de inteligencia limitada, esencialmente moral en su propia percepción.
Devoto de las cruces y el rigor. Probablemente haya sido veraz en sus convicciones. Quizás el único, por ser el primero; casi una prueba experimental de utilidad para los golpistas que seguirían. Comenzaba una segunda tanda de dictaduras, apenas interrumpida por dos años fugaces de accidentado peronismo.
En 1966, cuando se perpetró el golpe al presidente Illia, la vitalidad cultural no estaba de rodillas ni implorando. Todo lo contrario: explotaba de vitalidad, de impertinencia, de ocupación de espacios, de reformulación de lenguajes. Por eso, el avance oscurantista del general “morsa” resultó, cual comedia que se vuelve drama, un capítulo alegórico de los tiempos que venían.
Testimonio de Rolando García, decano en 1966 de la facultad de Ciencias Exactas de la UBA cuando fue atacada por la policía.
El golpe iba contra una efervescencia cultural en su apogeo. Buenos Aires era una de las capitales con más librerías del mundo; de Rosario llegaban Los Gatos haciendo un rock lírico, único en castellano; las experiencias disruptivas del Instituto Di Tella; la vanguardia científica impulsada por la universidad pública en su mejor momento involucrada con el tejido social, todo hablaba de un país que no coincidía con las expectativas del onganiato y los suyos.
Donde los poderes económicos vieron una amenaza, los custodios de la tradición colaboraron con el fantasma. Y se dedicaron a perseguirlo a palazos. Empezaron, claro, por el temido conocimiento; el árbol del bien y del mal. Donde nace la duda, que es germen de la desobediencia y requiere el garrotazo.
Tropa policial arrestando a estudiantes y profesores de la Universidad de Buenos Aires que se negaban a la intervención militar en las Facultades.
Se autoproclamaba Revolución Argentina aunque era la antítesis de toda revolución y lo más parecido a la reacción del status quo intentando evitar que todo cambio ocurriese,
A Dios rogando y con bastones largos dando, el 29 de julio de 1966, efectivos de la Policía Federal entraron a cinco facultades de la Universidad de Buenos Aires y se llevaron en camiones, bastonazos mediante, cientos de detenidos. Los apaleados eran estudiantes, profesores y graduados que habían ocupado las casas de estudio en rechazo a la intervención militar en los claustros por parte del flamante golpista Onganía, ocupador ilegal, él mismo, del Gobierno nacional.
El historiador Tulio Halperín Donghi, la meteoróloga Eugenia Kalnay, el epistemólogo Gregorio Klimovsky, la médica psiquiatra Telma Reca, la física atómica Mariana Weissmann y el físico Manuel Sadosky, fueron algunas de las eminencias desalojadas a palazos en esa gesta heroica de las tropas onganiescas.
Esa irrupción armada dejó en claro el inicio de un oscurantismo que el dictador y su opaca troupe desplegaría en distintos frentes, apagando aquí y allá toda chispa de revelación posible. Así se sofocaba la hasta entonces reconocida como “década de oro” de la universidad pública argentina, bajo la gestión de quien fuera su rector, el filósofo Risieri Frondizi, hermano de Arturo, el Presidente.
El desalojo del Presidente Illia de la casa de Gobierno no resultó muy distinto del que perpetró la policía en la UBA: ilegal, por la fuerza, con armas, contra toda ley.
Previo a la larga noche que empezó ese 29 de julio, la UBA autónoma había creado el CONICET, la editorial Eudeba; las carreras de Sociología y Psicología; había avanzado socialmente en una masiva alfabetización a través de su extensión universitaria, y otros logros que daban cuenta a los guardianes de una inquietante movilidad, en todos los sentidos del término.
Algo en particular obsesionó a las dictaduras argentinas: el tiempo. “No hay plazos sino objetivos” decían, desafiando a Cronos.Pero el tiempo había empezado a correr más rápido que antes en todo el planeta. La pureza de la misión, fue entonces contra quienes reflejaban la velocidad de esa mutación de los símbolos culturales. La música popular de las ciudades, lo que empezaba a entenderse como rock, incipiente y experimental, encarnaba esos espectros y fue uno de los enemigos identificables.
Las cavernas
Encarnado prototípicamente en el hippie, el rock era un monstruo ideal: ropa “femenina”, barba… pelo largo. La música gutural y, lo peor: le hablaba a nuestros jóvenes.
Antes de que terminara 1966, palazos enderezadores no tardaron en llegar a puntos donde los rockeros celebraban sus aquelarres: La Cueva, locallegendario de la calle Pueyrredón al 1700, pronto atrajo a los vigilantes.
La Cueva: el sótano mítico.
Era un reducto de jazz donde avanzada la noche se reunían a tocar músicos con información y formación variada, como Javier Martínez, baterista de origen jazzero que fundó Manal, el primer trío de blues en español del mundo, Pappo, Sandro, Pajarito Zaguri, el poeta Pipo Lernoud, el mítico Tanguito, el omnipresente Moris.
Allí llegó, con la cruz y la espada, la fuerza. Batallaba contra enemigos inéditamente numerosos y activos. No eran ya sólo trabajadores y anarquistas; estos hijos o nietos de los obreros apaleados en la década del treinta se reproducían entre la clase media. Querían subvertir los valores occidentales y cristianos con ideas foráneas.
Manal, una invención del baterista de jazz Javier Martínez, que al no encontrar quién se animara a cantar blues en castellano, lo hizo él mismo.
El pelo y el tiempo, había que detenerlos. Por eso todo lo que cambiaba, lo que estaba en cambio, era enemigo. De la mano de tamañas convicciones llegaron las famosas razzias. En La Cueva o La Perla del Once, entre otros puntos, se volvieron costumbre, y la “averiguación de antecedentes”, una rutina por la que pasaron los próceres del rock nacional. Aunque no con exclusividad.
Movimientos de renovación folclórica, como el de la Nueva Canción, que involucraba a Mercedes Sosa, Oscar Matus, Armando Tejada Gómez, Hamlet Lima Quintana, César Isella, recibían inesperadas visitas de la ley en peñas y teatros, cuando no prohibiciones directas, como la del censurado disco de Horacio Guarany “Viva Chile” en agosto del ´67.
Moris: progenitor del tema Rebelde, el primer rock nacional contestatario, editado en junio de 1966.
Conciertos importantes y artes escénicas también tuvieron lo suyo cuando insinuaban lo inaceptable. La autodenominada Revolución Argentina prohibió las representaciones del ballet «El mandarín maravilloso», de Béla Bartók, «La consagración de la primavera», de Ígor Stravinsky, y el estreno argentino en el Teatro Colón de la ópera» Bomarzo» ,de Alberto Ginastera y Manuel Mujica Lainez, que venía de estrenarse en Washington con gran éxito.
Con cierta candidez, que sin embargo indignó a los cancerberos morales, Mauricio Birabent, es decir, Moris, cantaba “Rebelde me llama la gente/ rebelde es mi corazón/ soy libre y quieren hacerme/esclavo de una tradición”.
Homenaje en Bellas Artes al 50vo aniversario del Di Tella, aquel lugar donde el tiempo, como le preocupaban a Charlie Parker y a Onganía, corría a demasiada velocidad.
Referían también los letristas Cantilo/Durietz en la emblemática «Marcha de la bronca», que era “mejor tener el pelo corto que la libertad con fijador». Más allá de la metáfora capilar lo cierto es que las palabras denunciantes y denunciadas confluyen en un mismo sentido: la lucha era entre los movimientos y su contrapartida: fijar, retener, detener ese tiempo (y a sus portadores) en particular. No era cualquier tiempo el que corría.
Baños públicos y otras conspiraciones
Entre las artes visuales, hubo templos como el Instituto Di Tella, donde siempre parecía ocurrir un salto al futuro. En palabras de la artista Margarita Paksa «en ese ambiente de experimentación, de diálogo productivo, habíamos conquistado nuevos caminos, como el del arte conceptual de manera simultánea con lo que sucedía en los Estados Unidos«.
Ese suceder, sin embargo, no ponía contento al mandatario de facto. Así, a raiz de una denuncia anónima, el 22 de mayo de 1968 la policía allanó la sede del Di Tella, en Florida 936. Excepcionalmente, no a los bastonazos, pero sí con las armas en la mano, para “detener” a una obra que, al parecer, infringía la ley o la decencia.
«Experiencia ´68» y el episodio de «El baño» contado por sus protagonistas.
El episodio resultó tragicómico y hasta podría haber constituido un hecho artístico en sí mismo: los uniformados clausuraron dos baños, de mujer y varón respectivamente. Pero no eran verdaderos baños, sino una única obra de arte, de Roberto Plate (tenía entonces 27 años de edad) que consistía en dos puertas confluyentes a una misma sala sin sanitarios.
En realidad, sin nada, salvo cuatro paredes en donde, espontáneamente, a la gente le había dado por escribir cosas. Según la denuncia, algunos visitantes inescrupulosos cayeron en excesos y plasmaron “frases atentatorias a la moral y frases de carácter político”.
Almendra dio su primer show en el Di Tella, ámbito natural para el surrealismo que respiraba e irradiaba Luis Alberto Spinetta.
La obra en cuestión formaba parte de la muestra Experiencias ´68, y sería recordada como Los Baños. Las frases denunciadas eran absurdas, acaso pecaminosas, pero no necesariamente políticas. Quizás esa misma pulsión de intervenir por fuera de un guión preestablecido fuera lo que más indignó al espíritu castrense y motivó la temprana cancelación.
“Hubo una denuncia y una orden judicial para clausurar el baño porque se decía que alguien había escrito un insulto contra Onganía. No se clausuró la muestra, sino el baño, dos franjas judiciales en las puertas con policía de cada lado, y eso hizo que hubiera más público», recuerda Roberto Villanueva –entonces director del Centro de Experimentación Audiovisualdel Di Tella– en una entrevista en 2018 para Infobae.
Tanguito, la leyenda casi anónima que regó los tempranos 60 de un aura misteriosa y trágica.
Días después, el resto de los participantes de Experiencias ’68 sacaron a la calle las restantes obras que integraban la muestra y las destruyeron en señal de protesta. La queja resultó tristemente premonitoria; aquello tenía más de autocensura, de suicidio creativo, que de performance o reclamo. Era, en cierto modo, una obra alegórica de las muchas cancelaciones que la Argentina tenía por delante.
Los versos prohibidos
Las letras, por su propia naturaleza, resultaban más difíciles de asir que otros géneros. Los autores, a su vez, podían ser menos y visibles que sus colegas de otras áreas. Sin embargo, a los libros los interceptaban y quemaban y a los escritores, también los perseguían. Rozando el colmo de lo anacrónico, el más puro futuro amenazante para los dictadores se componía de marxismo, psicoanálisis y darwinismo.
Fueron prohibidos todos los libros que provenían de China, Cuba o la Unión Soviética. Pero se daban pequeñas prácticas de resistencia. En la librería Hernández, por ejemplo, preguntando con sagacidad o yendo de parte de alguien, la mayoría de los títulos vetados se podían conseguir. El dueño y editor tenía socios del Uruguay, país a que podían ingresar las obras de Mao, Lenin y Marx sin restricción alguna. Los buenos libreros cumplían esa función: escondían y vendían a los amigos, como quien distribuye las manzanas del árbol del bien y del mal.
Rodolfo Walsh, adelantado de la no ficción en español, publicó su Operación Masacre en 1957. Tenía 30 años, tres menos que Truman Capote.
Editores como Daniel Divinsky o Jorge Álvarez con De la Flor y Mandioca, respectivamente, fueron imprescindibles para que esos años sesenta fluyeran pese a todo, en lanzamientos caseros, en movidas precarias pero adoradas y a la vez temerarias, con todo lo que implicaban esas gestas.
La censura disparaba hechos absurdos. Dicen que Miguel Ávila, dueño de la histórica librería Fray Mocho solía contar lo siguiente: «Existía un libro que se titulaba ‘Así se forjó el acero’, de Nikolái Alekséievich Ostrovski que era sobre la revolución rusa. Pero cuando Onganía mandó la orden de censurar libros, este lo pasaron de largo, ya elegían por los títulos y habían asociado sin metáfora. Finalmente, lo más común era una ‘autocensura selectiva’, a definir in situ por los propios libreros”.
Por el lado de los autores, Rodolfo Walsh, con «Operación masacre», en 1957, se había adelantado nueve años a la “no ficción” un género que explotaría comercialmente con el estadounidense Truman Capote y su «A sangre fría», en 1969. Quizá por esa experiencia, ese mismo año, a Walsh no le preocupaban los riesgos de denunciar en su texto «Quién mató a Rosendo»,donde relata el asesinato del dirigente metalúrgico Rosendo García: “Esto explica de sobra que Vandor sea el mejor aliado del gobierno. El poder real de Vandor es el poder de Onganía”, brama Walsh desde la página, metiéndose en simultáneo con el general Presidente y el sindicalista más poderoso del momento.
El trío Manal, por su parte, debutó el 12 de noviembre de 1968 en el lanzamiento del sello y editorial de Jorge Álvarez: Mandioca.
Todos los entes, el ente
El séptimo arte también estuvo en la mira del onganiato. Una de las películas que vendría a cambiar el lenguaje cinematográfico tanto como la no ficción en literatura, o el rock en español fue «La Hora de los Hornos», de Pino Solanas y Octavio Getino, integrantes por entonces del Grupo de Cine Liberación.
Billy Bond y la Pesada, grupo creado -no muchos lo saben- por el también editor Jorge Álvarez, fundador del sello Mandioca: un distinto, un visionario.
El trabajo, realizado en 1968 y multipremiado (Mostra Internazionale del Cinema Nuovo, Italia 1968, Gran Premio de la Crítica. Festival internacional de Mannheim, Alemania 1968, Semana de la crítica del festival de Cannes, Francia 1969, Festival de Mérida, Venezuela 1968) no pudo siquiera estrenarse en su país de origen sino hasta 1973 por disposición del flamante Ente de Calificación Cinematográfica: una genialidad de Onganía que el país arrastraría hasta 1984. Durante ese lapso, el organismo prohibió o recortó unas 727 películas. «Blow Up», de Michelangelo Antonioni, «Persona», de Ingmar Bergman, «Teorema», de Pier Paolo Pasolini, fueron algunos títulos a los que se les vedó la circulación entre los años ’66 y ‘70.
La hora de los hornos, de Solanas (1967) Una radiografía de la Argentina preindustrial y un homenaje a la resistencia.
La vocación restrictiva no sólo operaba contra los autores sino también contra los distribuidores y salas que, en su mayoría, se autocensuraban preventivamente. Pocos espacios de resistencia recordables –el Arte, el Lorca, el Cosmos–llegaban, cada tanto, a proyectar alguna cinta non sancta, asumiendo las consecuencias.
Vidas paralelas
Hechos casi mellizos, como El Cordobazo, exactamente un año después del Mayo Francés, o el Di Tella al mismo tiempo que La Fábrica, de Andy Warhol, hacían pensar que la vanguardia estaba conectada.
Pero si Warhol recibía premios y los fab four títulos de caballeros, en Argentina el destino de los rebeldes era el palo, el camión celular y, otra vez, la obsesión capilar que insistía en las letras de Cantilo: “Aunque guadañen mi pelo a la fuerza/ en un coiffer de seccional”, retratando la afición peluqueril del gobierno. Siempre el palo y todo un síntoma:su instinto era cortarlo como al césped, igualarlo, como al blanquear los troncos de los árboles, el espíritu del onganiato respondía al precepto “clavo que sobresale, martillazo”, lema oriental preferido de Mao. Las aparentes antípodas no lo eran tanto.
Finalmente, mucho de lo que había emergido, acabó en un brutal fundido a negro. Salvo la breve inflexión del ´73 al ´76, habría que esperar varias décadas para que el país recuperara su oxígeno, su lugar, su tiempo.
Fuente: Télam