Las últimas horas de Arturo Illia en el poder
Fue una madrugada entre dramática y surrealista. También, con un sutil sentido premonitorio de la historia. Arturo Illia, radical de la corriente balbinista, presidente constitucional de una Argentina enferma crónica del quiebre de sus instituciones democráticas, aguardaba casi resignado en su despacho de la Casa Rosada. A las cinco de la mañana del martes 28 de junio de 1966, hace 55 años, un grupo de militares facciosos vulneraba la privacidad de su oficina, sin respetos ni cortesías.
El presidente de la Nación autografiaba la foto que alguien esperaba del otro lado de su escritorio. Un funcionario suyo advirtió con suerte esquiva al jefe de los intrusos: “No interrumpa al Presidente”. La máxima autoridad de la República levantó la vista. Tenía frente a sí al general Julio Alsogaray y a los coroneles Luis César Perlinger, Luis Prémoli, González Miatello, y Corbetta. No hubo lugar para la foto autografiada. Cruzaron palabras como espadas filosas ya desenvainadas. Illia habló primero.
-¿Quién es usted?
-Soy el general Alsogaray.
-Espere, estoy atendiendo a un ciudadano…
-Vengo a cumplir órdenes del comandante en jefe…
-El comandante en jefe soy yo. Mi autoridad emana de la Constitución que usted ha jurado cumplir. A lo sumo, usted es un general sublevado…Usted no representa a las Fuerzas Armadas, sólo representa a un grupo de insurrectos. Usted y quienes lo acompañan actúan como salteadores nocturnos que, como los bandidos, aparecen de madrugada.
-Lo invito a retirarse. No me obligue a usar la violencia.
-¿De qué violencia me habla? La violencia la desataron ustedes en la República …Ustedes le han causado muchos males a la Patria y se los seguirán causando con estos actos. ¡Retírense!
El cortejo golpista se va, pero una hora después regresan los coroneles, encabezados por Perlinger, y presentan el ultimátum de un modo más drástico. Cosa juzgada. Esta vez, el que habla primero es Perlinger.
-Doctor Illia, en nombre de las Fuerzas Armadas vengo a decirle que está destituido.
-Ya le he dicho al general que ustedes no representan a las Fuerzas Armadas.
-Me rectifico, en nombre de las fuerzas que poseo…
-Traiga esas fuerzas… Perlinger.
-Doctor, no lleguemos a esto.
Illia se mantiene firme, de pie, erguido. Perlinger se retira y alrededor de las 7 regresa con doce integrantes de la Guardia de la Policía Federal, armados con pistolas lanzagases, como si estuviesen frente a un delincuente perturbador del orden social y no ante la máxima jerarquía de la República. Perlinger habla de nuevo.
-Doctor Illia, su integridad física está plenamente asegurada. No puedo afirmar lo mismo de las personas que aquí se encuentran. Serán desalojadas por la fuerza…
-Yo sé que su conciencia le va a reprochar lo que está haciendo. El país les recriminará siempre esta usurpación… (Y luego se dirige a la patrulla policial): A muchos de ustedes les dará vergüenza cumplir las órdenes que les imparten estos indignos, que ni siquiera son sus jefes. Algún día tendrán que contar a sus hijos estos momentos y sentirán vergüenza.
-Usaremos la fuerza.
-Es lo único que tienen.
Años después. Illia contaría que en esos momentos estaba a su lado su hija Emma: “¿Saben lo que me dijo?… Papá, agarremos un revólver y empecemos a los tiros contra estos tipos”.
Lo que ocurrió fue otra cosa: sin disparar un solo tiro, ante una apatía cívica generalizada, sin que las calles se poblaran de voceríos rebeldes, comunes a la época, o de solidaridades opositoras, mucho menos de querellas sindicales, la asonada se imponía como un simple cambio de guardia.
A las 7.25, después del largo minué de cabildeos, el presidente Illia era echado a empujones de la Casa de Gobierno, apenas rodeado de unos pocos familiares, amigos y funcionarios fieles. A la misma hora, en las escuelas daban clase y el país trabajaba en sus diarias rutinas. Funcionaban colectivos, trenes, subtes y taxis. Los aviones salían y llegaban. Una patota policial al mando de un coronel del Ejército había desalojado al residente de su lugar de mando. A nadie parecía importarle demasiado. Estaba en marcha un nuevo quiebre institucional, el tercero en 11 años.
Aquella tragedia democrática tuvo un condimento farsesco, como toda repetición de la historia. Los comandantes de las tres armas almorzaban en la sede del Comando de Operaciones Navales el viernes 24 de junio, a cuatro días del pronunciamiento.
Cuando salieron, un periodista preguntó sobre los motivos del encuentro. El jefe del Ejército, general Pascual Pistarini, respondió distraído: “No hay un motivo especial, se trata de nuestro habitual almuerzo de los miércoles”. El periodista replicó, sorprendido: “General, hoy es viernes”. Pistarini sonrió.
Desde el 23 de noviembre de 1965, siete meses antes del golpe, Pistarini había reemplazado en la jefatura del Ejército al general Juan Carlos Onganía, quien dejaba el cargo por propia voluntad, no precisamente para jubilarse. El 31 de mayo de 1965, en la revista Primera Plana, dirigida por Jacobo Timerman, el influyente articulista Mariano Grondona había escrito: “El tirano es un monstruo, una deformación política. El dictador es un funcionario para tiempos difíciles”. Se podría leer como una bienvenida a Onganía, quien sería el primer presidente de facto de la llamada Revolución Argentina.
En las horas finales, Illia intentaría un crepuscular gesto de autoridad. La noche anterior al golpe, Pistarini había descabezado a los sectores legalistas del arma, que representaba el general Caro, comandante del II Cuerpo de Ejército, y a la vez desconocía la autoridad del general Castro Sánchez como secretario de Guerra. Además, decidió el acuartelamiento de tropas. A las 0.40, desde la Casa Rosada, en un comunicado el presidente Illia denunció que el gobierno que presidía “se ve en este instante perturbado por el estado de rebelión en que se ha colocado el comandante en jefe del Ejército” y dispuso el relevo de Pistarini. La respuesta fue un cañonazo a su autoridad.
Llegó a la 1.30: “El comando en jefe del Ejército informa a la opinión pública que el comunicado de la presidencia de la Nación sobre el relevo del comandante en jefe del Ejército, general Pistarini, carece totalmente de valor”.
Pocas horas después sobrevendría el duelo verbal del despacho presidencial y la salida atropellada de la Casa Rosada. Illia no sería detenido ni deportado. Simplemente, echado sin respeto a su investidura.
Arturo Illia, con Carlos Perette como compañero de fórmula, había llegado a la presidencia en las elecciones del 7 de julio de 1963, en un contexto turbulento, con el radicalismo dividido, y quince meses después del desalojo del mando y la prisión de Arturo Frondizi.
Los votos de los «radicales del Pueblo” (UCRP) fueron escasos, aunque suficientes para que le abrieran a Illia los portones de la Rosada: 2.441.064 (25,15%) sobre un total de 11.356.240 de electores habilitados y 8.918.111 votantes netos. Luego se ubicó la Unión Cívica Radical Intransigente (UCRI, con Oscar Alende de candidato,1.539.002 votos, 16,40%); tercero resultó Pedro Eugenio Aramburu, entonces ya de traje y corbata, con su pasado apenas maquillado de general duro hasta la intolerancia, quien sin embargo decidió el camino de las urnas, siete años después de haber ordenado los fusilamientos de 1956 para sofocar la resistencia peronista del general Valle.
Cuando Illia llegó al Gobierno tenía una casa, un auto y $ 400.000. Cuando se fue le quedaba solo la casa. Había vendido el auto para afrontar gastos por la enfermedad de su esposa, Silvia Martorell. ARCHIVO CLARÍN
Las elecciones de julio de 1963 fueron, casi, una ficción democrática: los dos presidentes elegidos por el voto popular que habían precedido a Illia quedaron forzadamente excluidos como candidatos: Perón proscripto y Frondizi preso.
Sin embargo, el dato relevante fue otro. Un terremoto político. El voto en blanco, ordenado por Perón desde su exilio en Madrid confirmó la vigencia del “peronismo de Perón”: 1.884.435 votos lo consagraron como la segunda fuerza política del país. Fue un mazazo al gorilismo predominante en las Fuerzas Armadas, que no estaba dispuesto a salir de escena.
La herencia castrense que recibió Illia condicionó su carácter de comandante en jefe de las Fuerzas Armadas. La anterior puja por el mando entre azules y colorados (colores tomados de su uso en los ejercicios y maniobras anuales de adiestramiento), encubría otra mayor, la razón verdadera: la posición a tomar ante el partido de Perón. Ganaron los azules, sector en el que estaban estaban Onganía, Levingston y Lanusse. Tres capitostes de la Revolución Argentina que derrocaría a Illia y que llegarían a la presidencia de facto en etapas sucesivas.
En su muy consultada obra “El Ejército y la política en la Argentina/1962-1973 (segunda parte)”, el historiador Robert Potash cuenta que hasta asumir la presidencia Illia “había pasado la mayor parte de su vida adulta como médico en la serranía cordobesa de Cruz del Eje y la política lo convocaba activamente para la vida interna del radicalismo.” Según Potash, sus gestos y modo de hablar eran “muy apropiados para un médico que aconseja a un paciente preocupado”, pero que en cambio “proyectaban en la esfera de la política la impresión de un hombre de energía limitada y visión estrecha, de un hombre no del todo preparado para las tareas que enfrentaría en el más alto cargo público de la Nación”.
El cuadro económico y social de su mandato no fue menos complicado. En su libro “Los presidentes argentinos/quiénes fueron, qué hicieron, cómo vivieron”, Fernando Sabsay destaca que Illia gobernó “sin estado de sitio, sin intervenciones federales y sin plan Conintes” (Conmoción Interna del Estado), implementado en 1958 para reprimir vía militar las huelgas obreras o protestas estudiantiles, básicamente.
Sin embargo, nunca levantó la proscripción al peronismo ni a Perón. En diciembre de 1964 frustró incluso el retorno del jefe opositor al país, al negociar con las autoridades brasileñas que el avión que lo traía de regreso a la Argentina, y que aguardaba en su escala de Río de Janeiro, llevara otra vez al líder justicialista a su destierro español. Illia le bajaba así el pulgar al “Operativo Retorno”.
Los coletazos de la salvaje interna gremial de la GT, una puja entre peronistas, también impactaron en una administración que dudaba en cómo posicionarse ante el conflicto. El clima de divisiones y rupturas sindicales alcanzó su trágico clímax en un tiroteo en la confitería La Real de Avellaneda, el 13 de mayo de 1966, en el que fallecieron Rosendo García, secretario adjunto del gremio metalúrgico, Domingo Blacjaquis y J. J. Salazar. Además, en manifestaciones convocadas por la CGT y prohibidas por el jefe del Ejecutivo, murieron a causa de la represión policial los operarios José Mussy, Néstor Méndez y Ángel Retamar.
En su obra, Sabsay también señala que “el costo de vida aumentó el 24% en 1963, el 22% en 1964 y el 28,6% en 1965”. El malestar gremial no paraba de crecer. Entre el 21 de mayo y el 24 de junio de 1966 , en el marco del Plan de Lucha de la CGT, se llegaron a tomar más de 10.000 establecimientos, algunos, como en el caso de ingenios tucumanos, incluso con directivos tomados como rehenes de acuerdos fallidos; se coparon las calles en demandas reivindicativas que el gobierno no mostró la capacidad suficiente para neutralizar.
Hubo dos acciones de la gestión de Illia que se llevaron palmas y palos por igual, la anulación de los contratos petroleros y la Ley de Medicamentos, ambas con fuerte sesgo regulador estatal.
Durante la gestión de Frondizi, YPF había suscripto acuerdos con trece compañías extranjeras (nueve estadounidenses). Lo que un radical tejió, otro lo destejió. La norma sobre medicamentos regulaba la aprobación de nuevas especialidades medicinales y habilitaba al Estado a fijar marcos “razonables de ganancia” para los laboratorios en la cadena de producción y comercialización. Algunos analistas y la mirada de amplios sectores del radicalismo señalaron, y aún lo hacen, ambas iniciativas de Illia como factores que alimentaron las usinas golpistas.Play VideoVideo: Un médico de pueblo al poder
Podría decirse que, en un marco de alta combustión institucional y baja intensidad democrática, el ciclo de Illia no fue tan inoperante, como observaron la oposición y algunos factores de poder, ni tan genuinamente democrática como suele resumir el radicalismo. Otros puntos altos de su gestión fueron la creación del Salario Mínimo, Vital y Móvil, el plan de alfabetización y haber logrado que las Naciones Unidas, a través de la Resolución 2065, reconociera la disputa por la soberanía en Malvinas, que el Reino Unido negaba.
Los golpistas no detuvieron ni persiguieron a Illia, como sí lo habían hecho con Perón y Frondizi. Sólo lo mandaron a su casa.
Una Junta Militar, integrada por los comandantes de cada fuerza, tomó el poder en nombre de la autodenominada Revolución Argentina, y al día siguiente asumiría la presidencia del país el general Onganía, un pretor iluminado, obediente soldado de la Doctrina de la Seguridad Nacional de Washington: ultracatólico y mesiánico, adujo asumir la misión de gobernar como barrera contra el comunismo.
Médico de pueblo, Illia fue ridiculizado durante su presidencia como una tortuga por la presunta lentitud de sus reflejos políticos. Abajo, un Fiat 1500, como el que tenía cuando llegó al Gobierno. ARCHIVO CLARÍN
Lo haría con fusiles y tanques que apuntaron contra la ciudadanía y las instituciones. La Junta clausuró el Congreso y las legislaturas provinciales, disolvió toda actividad política, separó de sus puestos a la Corte Suprema y al procurador general, entre otros cercenamientos institucionales.
A la distancia, Perón apostó a la cautela y a una enigmática definición: “Hay que desensillar hasta que aclare”.
Con el tiempo, el mensaje dividiría al sindicalismo. Augusto “Lobo” Vandor, quien asistió a la asunción de Onganía de saco y corbata, se quedaría con la CGT Azopardo, participacionista, y su contracara: la CGT de los Argentinos, combativa, más en línea con la vieja Resistencia peronista, con el dirigente gráfico Raimundo Ongaro al frente.
A un mes de su gobierno, Onganía empezaría a aclarar las cosas. Invadió la facultad de Ciencias Exactas, en la Manzana de las Luces. A palazos, culatazos y con gases lacrimógenos arrasó la autonomía universitaria, el cogobierno y la libertad de cátedra. Presentaron su renuncia unos 1.500 docentes de todo el país, las mejores inteligencias argentinas marcharon al exilio. Una tragedia educativa de la cual la Argentina nunca se recuperaría. Fue para siempre La Noche de los Bastones Largos.
Tres años después, en las jornadas del 29 y 30 de mayo de 1969, la rebeldía de obreros y estudiantes en el histórico Cordobazo, heriría de muerte el sueño imperial de Onganía. La revuelta popular en la histórica capital de la provincia tuvo una gran magnitud. Liderada por los gremios de mecánicos, transportes y Luz y Fuerza, fue la primera de las puebladas contra la Revolución Argentina.
Obligado, en junio de 1970 Onganía cedía lo que creyó un trono perpetuo y sería reemplazado por otro general del Ejército, Roberto Marcelo Levingston, entonces agregado militar de la Embajada Argentina en Washington. Duró sólo nueve meses como presidente, hasta darle paso al general Lanusse, el verdadero cerebro de la jefatura golpista.
De Arturo Illia la historia recogería mayormente su carácter de hombre decente y de vocación republicana, antes que la de aquel viejito (apenas tenía 63 años cuando lo expulsaron de la Casa Rosada), ridiculizado como una tortuga por la presunta lentitud de sus reflejos políticos.
Tuvo otro reconocimiento tardío, pero que lo enaltece: el coronel Perlinger, aquel que lo había desalojado por la fuerza de la Casa Rosada hace 55 años, se disculparía en carta pública del atropello institucional pocos días antes de que muriera aquel presidente que había profetizado su arrepentimiento.
Derrocamiento. El 28 de junio de 1966 el presidente Illia era echado de la Casa de Gobierno, apenas rodeado de unos pocos familiares, amigos y funcionarios fieles. ARCHIVO CLARÍN
Perlinger sufriría en carne propia su pasado. La dictadura de Videla y compañía lo tendría detenido a disposición del Poder Ejecutivo casi ocho años por sus críticas a la aventura golpista y empatía con los reclamos de la sociedad civil. “Así paga el Diablo” habrá pensado entonces quien había sido un joven coronel golpista en 1966.
La hoja de servicios de Illia dice que fue Presidente de la Nación entre el 12 de octubre de 1963 y el 28 de junio de 1966; senador provincial en Córdoba (1936); vicegobernador (1940-1943) de la provincia y diputado nacional (1948-1952) por ella. Nacido el 4 de agosto de 1900 en Pergamino, Illia se aquerenció en Córdoba y murió en Buenos Aires el 18 de octubre de 1983.
No pudo morir en democracia ni con el radicalismo, su gran amor político, en el ejercicio del poder, al que retornaría a los pocos días, luego de vencer por primera vez al peronismo en las urnas, sin vetos ni proscripciones. Enfrentó una gran tragedia íntima: como hombre democrático le tocó y aceptó gobernar al país con una democracia restringida y sitiada por la sombra de los cuarteles.
Cierta vez le contó sobre su patrimonio a un periodista: “Vea, joven, cuando llegué al gobierno hice mi declaración de bienes. Tenía una casa, un coche y 400.000 pesos. Cuando me echaron, sólo me quedaba la casa: había perdido el dinero y el coche”.
También rechazó el cobro de la jubilación presidencial: lección cívica para una época como la actual, en la que hay quienes cobran dos haberes de ese rango, gracias a la protección de una resolución judicial para conseguirlos.
Fuente: https://www.clarin.com/politica/fin-gobierno-hombre-decente-ultimas-horas-arturo-illia-poder_0_J7zUKKzxc.html