La última entrevista a Horacio González

Horacio González, el armador de proyectos colectivos que complejizó la vida política y cultural. El sociólogo y ensayista apostó al lenguaje para desafiar sentidos clausurados y generó una de las etapas más luminosas de la Biblioteca Nacional. Con su muerte, el 22 junio a los 77 años, claudica una manera de intervenir fervorosamente en la sociedad y la política a través de la escritura.

POR EMILIA RACCIATT

Foto Victoria Egurza

El sociólogo, ensayista y docente Horacio González, el hombre que asumió los asuntos públicos de su patria en las aulas, las plazas, las calles y las páginas de diarios, libros y revistas concebidas como proyectos de intervención colectiva, murió el 22 junio a los 77 años después de un mes de internación a raíz de un cuadro de coronavirus, dejando una poderosa obra ensayística con objetos de indagación que van desde el peronismo, la política, los contrapuntos intelectuales y el oficio periodístico hasta los taxis.

Cuando la noticia de su muerte comenzó a confirmarse, pensadores, docentes, alumnos y compañeros de González en las distintas iniciativas que comandó, desde revistas como El Ojo Mocho, el espacio Carta Abierta y la conducción de la Biblioteca Nacional, manifestaron su pesar en las redes sociales con fotos, citas y relatos que mostraban las múltiples facetas del autor de «Redacciones cautivas»; mientras otros se acercaron a esa institución a despedirlo en un velorio que también tuvo un primer acto homenaje en la explanada de entrada.

Allí los trabajadores y trabajadoras a micrófono abierto recordaron anécdotas, experiencias compartidas con González, al que definieron como «el director compañero». En esa explanada se repitieron homenajes en estos meses, en el mismo lugar en el que ese director por una década (2005-2015) había proyectado actividades pensando siempre en una «casa de cultura crítica» donde promover la «multiplicidad de pensamientos», ya que con ese espíritu desarrolló una virtuosa gestión que apostó por construir un lazo entre pasado y presente.

Con restricciones por el invierno pandémico, los homenajes también tomaron forma en plataformas como YouTube o Zoom como el que organizó la carrera de Sociología de la Universidad de Buenos Aires (UBA) el 5 de julio y fue donde su compañera Liliana Herrero se animó a hablar para agradecer la iniciativa y dejar claro «lo difícil que es aprender a habitar la tristeza y la ausencia».

«Ese largo camino quizás sea habitar su corazón, sus palabras y sus libros en un larguísimo tiempo», expresó la cantante y desde la casa que compartían dijo que se quedaba con «aquello que lo hacía feliz, ser un armador, pero no individual, un armador colectivo, no solo en las facultades, en la comuna de puerto San Martín, en las revistas que organizó».

En esa intervención regaló una definición: «Horacio era un juntador de personas, de ideas y de delirios de sus propios deseos».

Foto Victoria Egurza

En ese mismo punto lo ubica el escritor, docente e investigador Eduardo Rinesi, quien resalta que lo que le impresionaba de González «no era su capacidad para hablar en muchos ámbitos distintos: en el aula, en la asamblea, en las mesas redondas, en la televisión o en los actos públicos».

«Esa capacidad, al fin y al cabo, no es infrecuente, y está en la base de lo que se ha llamado clásicamente la condición del ‘intelectual’: el ‘hombre de letras’ que también podía hablar en medio de una huelga de estudiantes, el bibliófilo o el archivista que también podía repartir volantes a la salida de la fábrica Renault. Lo que impresionaba era otra cosa: era que hablaba en el aula igual que repartiendo volantes en la fábrica o igual que arengando en el acto público, y que intervenía en los debates televisivos o en las miles de mesas redondas donde era convocado con el mismo lenguaje con el que podía dar la clase conceptualmente más exigente», reflexiona en diálogo con Télam.

Ese modo de habitar el lenguaje y de exigirse siempre en relación con él y con su uso es lo que Rinesi señala como aquello que más se extrañará del estilo intelectual del sociólogo nacido el 1º de febrero de 1944 en el Hospital Pirovano que en los años sesenta con su militancia social y popular abrazó al movimiento peronista como espacio de debate y transformación, cuando se había generado una resistencia que retomaba banderas y luchas logrando desafiar con empeño la proscripción y los decretos que pretendían borrar los nombres de Perón o Evita.

«Horacio se exigía en el uso de la palabra y exigía a las palabras que articulaba en todas partes, no permitiéndose y no permitiéndoles abandonar nunca la doble obligación de la sutileza analítica y de la fuerza pública», continúa Rinesi.

¿Qué implicaba esto? Respeto por sus interlocutores: «No suponía que el que lo estaba leyendo en el diario mientras iba en el tren a su trabajo, o escuchando entre miles de personas en la sala más grande de la multitudinaria Feria del Libro, o entre millones en una entrevista por televisión, fuera incapaz de acompañarlo en el razonamiento menos concesivo que las circunstancias requirieran, y tampoco suponía que el que lo estaba escuchando en el aula de un curso de sociología fuera incapaz de comprender el carácter político, público, que para él tenía siempre una clase, el carácter público y político que le daba siempre a lo que decía cuando daba clases en la Universidad», grafica.

¿CÓMO LEER LA OBRA DE HORACIO GONZÁLEZ EN LA TRADICIÓN DEL PENSAMIENTO ARGENTINO?

Tanto Javier Trímboli como Eduardo Rinesi compartieron con Horacio González horas de debates, clases, lecturas y encuentros forjando una red de conversaciones sobre la vida política y cultural argentina desde la que hoy dialogan con Télam y se animan a pensar una suerte de legado del gran pensador que no le escapó a ningún debate de la escena pública nacional.

Para Rinesi, el autor de «Tomar las armas» le enseñó un punto clave: «A no simplificar las cosas, a pensarlas con todas sus rugosidades y complicaciones».

«Pienso en dos temas de los que ocupaban la agenda de nuestras discusiones en los años en los que lo conocí, que fueron los de la ‘transición a la democracia’: uno, el modo de tratar la época de las insurgencias, la violencia y el terror de la década anterior; el otro, el carácter de la democracia con la que se aspiraba a ponerle ‘una bisagra’ (como se decía mucho entonces: como el propio presidente Alfonsín solía decir) a aquel pasado», cita a modo de ejemplo.

Pero agrega que, «ni en el pensamiento sobre ese pasado ni en su reflexión sobre la democracia, Horacio se permitía simplificaciones indebidas. Alguna vez escribió que una época no es el conjunto de los consensos que la caracterizaban, sino los conflictos que no había podido resolver, y era ése el modo en que él volvía, una y otra vez, sobre años que las posiciones dominantes tendían más bien a tratar, en cambio, o bien con una especie de nostalgia irreflexiva o bien con una especie de condena apresurada».

«Y la democracia: que tampoco podía seguir el modelo de una conversación transparente, lisa y sin dobleces como lo pretendían las teorías de la comunicación y del lenguaje a la moda. Contra ellas escribió Horacio su gran ‘La ética picaresca’, que muestra que el malentendido y la incomprensión son lo propio de toda conversación, y de que –como habían sabido Hegel, Marx y Weber, y después el psicoanálisis y el Sartre de la tesis sobre la mala fe– todos tendemos a ignorar el sentido de lo que hacemos, y quizás sea justo por eso por lo que lo hacemos», señala el autor de «Política y tragedia: Hamlet entre Hobbes y Maquiavelo».

Al intentar pensar en ese legado, esa marca que impulsó González en la vida cultural y política argentina, Trímboli recurre al historiador peruano Alberto Flores Galindo, quien, a propósito de José Carlos Mariátegui, escribió que «el ensayo es esa capacidad para establecer relaciones inéditas, casi impredecibles, entre las cosas» y advierte que «González era un artista que montaba esas relaciones».

Por ejemplo, explica que en el libro «‘Perón. Reflejos de una vida’ expone esta capacidad de manera muy alta y baja también, porque tiene tanto de trabajo de constelador como de rastreador». «Por otro lado, la disciplina llamada ‘historia de las ideas’ se contenta por lo general con trazar sentidos, ‘discursos’. Así, Carlos Octavio Bunge, Ramos Mejía y José Ingenieros no serían más que lo mismo: positivismo. O, en tanto se distinguen de la lectura dominante sobre el peronismo que producía la revista Sur y el liberalismo, Sábato y Martínez Estrada merecerían quedar emparentados para siempre. González no deja que nada se estacione en la comodidad de un ‘discurso’ o de una ‘época’, sacude ese friso simplificador para que aparezca lo desigual, lo que excede a su tiempo, incluso a veces a la ideología», reflexiona el autor de «Sublunar. Entre el kirchnerismo y la revolución».

De esta manera, Trímboli sostiene que lo que logró González es «no privarnos de escrituras y pensamientos que pueden alentar potencias en el presente, para no condenarnos a lo actual que detentaría la pavota superioridad de suponerse en el final desencantado de todo. Aunque esta otra forma de leer la tradición argentina, el pensamiento argentino, recorre toda la obra de González» y asegura que es en el libro «‘Restos pampeanos’ donde mejor se despliega».
El historiador Javier Trímboli define a González como «el hilo de esa cultura argentina, de esa tradición que, aun maltrecha, lastimada, desautorizada incluso, se resistía a perderse para siempre. Contar con Horacio era contar con quien traía noticias de momentos prometedores de la experiencia argentina y otros dramáticos, a lo que nunca le corrió el cuerpo y la inteligencia. Él andaba a caballo entre eso y nuestro presente, y la perspectiva que aportaba le daba otra rugosidad, otra riqueza a lo que hoy vivimos. Es difícil sino imposible que se vuelva a conectar con esa fuerza con la misma o parecida apertura y fluidez».

Pero, ¿cómo definir ese hilo de la cultura argentina? Trímboli esboza un camino: «Esa fuerza era la de una vertiente de la cultura argentina, crítica, con emoción y pulso político hacia lo popular, de un humanismo en busca siempre de la ocasión emancipatoria. A través suyo esa vertiente se manifestó una vez más y distinguidamente. A eso se entregó sin quizás tener que decidirlo. Y su escritura por momentos vibró no sólo de inteligencia sino de humor, del desparpajo de los que aún derrotados saben que lo mejor de la vida, la verdadera, está de su lado. Pienso en muchos de sus escritos en la revista Unidos, en la discusión que sostiene con Oscar Terán, en esa otra obra maestra –colectiva y suya- que son las entrevistas de El ojo mocho durante los noventa. Que nos permitieron respirar a muchos».

Si algo insistió en los textos escritos, leídos, posteados, elaborados en una ronda de homenaje de este tiempo sin González, fue la idea de que su muerte implicaba un quiebre, nadie volvería conjugar vida y pensamiento de esa manera.

Para el investigador, «es muy probable que sea así, aunque el mero hecho de sospecharlo suene catastrófico. Habrá vida, habrá pensamiento, pero no de esa manera. ¿Cuál? Siempre me sorprendió, hoy me sorprende cuando no veo nada igual, la capacidad de Horacio González para escribir punzantemente sobre situaciones últimas, que apenas acababan de producirse y echaban humo».

En ese sentido, se pregunta: «¿Qué minutos encontraría para disponerse a tal cosa? ¿Cómo empezaría a teclear las primeras palabras? ¿Cuánto dudaría ante la hoja en blanco? La impresión es que algo lo llevaba hasta ese punto, que era incontenible la fuerza que lo arrastraba. Parecido se puede pensar de sus tantos y tan buenos libros. Se podría decir que era su genio y en parte es así».

La obra de Horacio González

Doctor en Ciencias Sociales por la Universidad de San Pablo, González produjo una obra que incluye novelas como «Besar a la muerta», «Redacciones cautivas» y «Tomar las armas».

Aguafuertes y ensayos, entre los que se destacan «La ética picaresca», «El filósofo cesante», «Retórica y locura», «Filosofía de la conspiración», «Perón: reflejos de una vida», «Paul Groussac: la lengua emigrada», «Las hojas de la memoria. Un siglo y medio de periodismo obrero y social», «Lengua del ultraje. De la generación del 37 a David Viñas», «Historia conjetural del periodismo», «Genealogías. Violencia y trabajo en la historia argentina» y «Kirchnerismo, una controversia cultural».

Fuente: Télam