Camila: Amores que hicieron historia

Camila O’Gorman y Uladislao Gutiérrez: el romance prohibido en una sociedad de doble moral. Ella -Camila O’Gorman- era artista, libre, mujer. Él -Uladislao Gutiérrez- era cura, libre, varón. Protagonizaron una de las historias más trágicas de la Argentina. Amor prohibido que dialoga con el lugar de la mujer en el entramado social, con la preponderancia del discurso moral, con el celibato.

POR DANIEL GIARONE

Telam SE

“Artista y soñadora, dada a las lecturas de esas que estimulan la ilusión hasta el devaneo, pero que no instruyen la razón y el sentimiento para la lucha por la vida; y librada a los impulsos de cierta independencia enérgica y desdeñosa, había llegado a creer que era demasiado estrecho el círculo fijado a las jóvenes de su época, y no menos ridículos los escrúpulos de las costumbres y las imposiciones de la moda”.

Así se describe a Camila O’Gorman en la “Historia de la Confederación Argentina”, escrita en 1951 por el historiador Adolfo Saldías. Para Uladislao Gutiérrez son demasiadas líneas, casi un exceso de caracteres. Alcanzaba con decir que era sacardote, célibe, piadoso. Todo lo demás no importaba. O, al menos, no debía importar cuando Dios estaba de por medio.

No importaba que Camila y Uladislao se conocieron en una de las tertulias que en 1843 organizaba la aritocrática familia O’Gorman en la casa de la calle Temple. Tampoco que él había sido compañero en el seminario de uno de los hermanos de Camila y que además era el cura de la Iglesia del Socorro (una zona de quintas en la actual Juncal y Suipacha). Mucho menos que allí concurría (y confesaba sus pecados) la devota familia. 

Ella era una hermosa joven de 18 años que tocaba el piano, cantaba y que se sentía incómoda en el corset de las apariencias que le imponía su clase y con la hipocrecía que vivía buena parte de la sociedad de su época. Él era un muchacho de 22 años, también de buena posición y había llegado a Buenos Aires portando las cartas de recomendación de su tío, Celedonio Gutierrez, gobernador de Tucumán.

Será parte de la literatura, el mito o el cine (la recordada “Camila”, de María Luisa Bemberg, se convirtió en un clásico de los 80 y fue nominada al Óscar en 1985) si el amor nació entre miradas furtivas durante las tertulias o en el suserreo del confesionario de la parroquia del Socorro.

Lo cierto es que Camilia y Uladislao se enamoraron. A los encuentros a escondidas siguió la fuga a caballo durante la madrugada del 12 de diciembre de 1847. Buscaban una nueva vida donde el amor fuera posible. Pero para eso había que eludir el castigo. De algún modo, nacer de nuevo.

Un plan simple

Desde aquella madrugada él se llamaría Máximo Brandier y ella Valentina Desan. Y vivirían en Río de Janeiro, capital del Imperio de Brasil, donde serían felices. Nadie conocería su pecaminoso pasado. Para eso montaron a caballo y fijaron un itinerario: Luján, Santa Fe, Entre Ríos, Corrientes, Misiones y, finalmente, Brasil.

Pero el dinero les alcanzó para llegar hasta Goya, en la provincia de Corrientes. Fundaron allí la primera escuela del pueblo. En en su propia casa. “Daban cariño, cobijo y todo lo que sabían a las decenas de gurises de la zona. Tanta era la demanda que debieron mudarse dos veces a casas más grandes para albergar a más alumnos”, cuenta Felipe Pigna en “Mujeres tenían que ser”.

Pero el 16 de junio 1848 ocurrió lo que Camila y Uladislao no pudieron imaginar. Fueron invitados a la fiesta de cumpleaños del Juez de Paz, Esteban Perichon. Y ahí estaba el cura irlandés Miguel Gannon, quien rápidamente supo que Máximo era Gutiérrez y que Valentina era Camila. No dudó en denunciarlo ante la Justicia.

Fueron detenidos y, por supuesto, separados. Tres días después engrillados y enviados a Buenos Aires, donde el entonces gobernador Juan Manuel de Rosas decidió alojarlos en la cárcel de Santos Lugares, en lo que hoy es San Andrés, partido bonerense de San Martín. 

Cuando fueron interrogados ninguno de los dos mostró arrepentimiento. Todo lo contrario: buscaron salvar sus vidas pero sin renegar del amor que los unía ni renunciar a la convicción de que era injusto, y también inutil, intentar separarlos. A ellos al igual que a toda mujer y a todo hombre que tuviera la decisión de elegirse.

“Que si este suceso se considera un crimen lo es ella en su mayor grado por haber hecho dobles exigencias para la fuga, pero que ella no lo considera delito por estar su conciencia tranquila”, declaró Camilia, según Enrique Molina en la novela histórica “Una sombra donde sueña Camila O’Gorman”.

Leña y fuego

Cuando estuvo claro que “la niña y el cura” se habían fugado fue el propio padre de Camila, Adolfo O’Gorman, quien denunció lo sucedido ante Rosas y pidió un castigo ejemplar. Escribió una carta al Restaurador calificando la fuga de su hija como “el acto más atroz nunca oído en el país” y solicitando “dé orden para que se libren requisitorias a todos los rumbos para precaver que esta infeliz se vea reducida a la desesperación y, conociéndose perdida, se precipite en la infamia”.

Desde la Iglesia Católica la ira ante lo sucedido iba más allá de la defensa acérrima del celibato. El amor entre un cura y una mujer socaba su sitial de privilegio a la hora de señalar a toda la sociedad dónde se hallaba la virtud y dónde el pecado, en qué lugar quedaba el bien y dónde el mal.

“Uno de los más enérgicos denunciantes del escándalo provocado por la fuga de los amantes era alguien que debería haber guardado un prudente silencio. Pero la impunidad a la que estaba acostumbrado en aquella sociedad de doble moral le daba la tranquilidad necesaria al Deán de la Catedral y director de la Biblioteca Pública, Felipe Elortondo y Palacios, a pesar de su conocido concubinato con Anastasia Díaz, su sirvienta, con quien mantuvo una larga relación por casi veinte años”, señala Pigna.

Pero el escándalo también tenía dimensiones políticas y su resolución depararía ganadores y perdedores. La relación entre Rosas y la Iglesia tenía avances y retrocesos. El papado, que en un principio había desconocido a los gobiernos independentistas, intentaba darle cierta previsibilidad a la relación con las nuevas naciones. Los unitarios, opositores a Rosas, trataban de sacar provecho de un hecho que causaba conmoción social.

Desde Montevideo los expatriados antirosistas lanzaron una campaña en la que presentaron la fuga de Camilia y Usladislao como prueba irrefutable de la “corrupción” que reinaba en Buenos Aires.

Desde Chile, Sarmiento escribía: “Ha llegado a tal extremo la horrible corrupción de las costumbres bajo la tiranía espantosa del Calígula del Plata, que los impíos y sacrílegos sacerdotes de Buenos Aires huyen con las niñas de la mejor sociedad, sin que el infame sátrapa adopte medida alguna contra esas monstruosas inmoralidades”.

En tanto que Bartolmé Mitre, desde Bolivia, azuzaba la necesidad de un castigo ejemplar al tiempo que se mostraba un verdadero precursor de la fake news al señalar que “se sabe que las cancillerías extranjeras han pedido al criminal gobierno que representa a la Confederación Argentina seguridades para las hijas de súbditos extranjeros que no tienen ninguna para su virtud”.

EL DEBATE ANTES DE ENFRENTAR AL PELOTÓN DE FUSILAMIENTO

Juan Manuel de Rosas se debatía entre dos fuegos. La exigencia de un “castigo ejemplar” de amigos y enemigos, de la Iglesia Católica y del propio padre de Camilia y el pedido de clemencia de su hija Manuelita y de su cuñada Maria Josefa Ezcuerra, de quien había adoptado como propio a Pedro (Juan al nacer), su hijo no reconocido con Manuel Belgrano.

El Restaurador encargó un dictamen que pudo haber cambiado la historia. Pidió opinión a los juristas Dalmacio Vélez Sarsfield, Lorenzo Torres, Baldomero García y Eduardo Lahitte. La respuesta de los todos ellos, incluido la del futuro redactor del Código Civil, fue condenatoria.

Camilia O’Gorman y Uladislado Gutierrez serían fusilados.

Sin lugar para los débiles

A la pira solo faltaba acercar el fósforo que consumara el crimen. Y quien lo hizo fue el propio Juan Manuel de Rosas al ordenar que los reos fueran fusilados a las 10 de la mañana del 18 de agosto de 1848, en los cuarteles de los Santos Lugares. El único acto piadoso fue darle de beber agua bendita a Camila para salvar el alma “del inocente que llevaba en las entrañas”. La joven estaba embarazada.

Nada ni nadie pudo evitar que Camila y Uladislao fueran fusilados. Ni las leyes terrenales ni las divinas, que no legitimaban aplicar la pena de muerte a una mujer embarazada. Ni el pedido de clamencia que Manuelita Rosas (amiga de Camila) hiciera a su padre. Tampoco la propuesta de María Josefa Ezcurra, cuñada de Rosas, de encerrar a Camila en la Santa Casa de Ejercicios para evitarle la muerte.

En 1871, durante su exilio en Inglaterra, Rosas asumió su responsabilidad en lo sucedido: “Ninguna persona me aconsejó la ejecución del cura Gutiérrez y de Camila O’Gorman; ni persona alguna me habló en su favor. Por el contrario, todas las primeras personas del clero me hablaron o escribieron sobre ese atrevido crimen y la urgente necesidad de un ejemplar castigo para prevenir otros escándalos semejantes o parecidos. Yo creía lo mismo. Y siendo mi responsabilidad, ordené la ejecución”.

Lo mismo hizo Sarmiento, pero sin asumir la suya. Olvidando que había clamado medidas contra “esas monstruosas inmoralidades”, denunció que el “bárbaro tirano hizo fusilar a la bella Camila O’Gorman, de una distinguida familia, estando ella encinta, por el delito de amar a un hombre”.

Solo el amor engendra la maravilla

Entre hipócritas, sádicos y criminales también puede crecer una rosa. Camila y Uladislao nunca mostraron arrepentimiento. No podían: el amor no era para ellos un delito. Era algo mucho más simple y conmovedor: una manera de estar en el mundo.

“Camila mía: acabo de enterarme que mueres conmigo. Ya que no hemos podido vivir en la tierra unidos, nos uniremos en el Cielo ante Dios. Te perdona… Y te abraza, tu Gutiérrez”.

“Voy a morir, y el amor que me arrastró al suplicio seguirá imperando en la naturaleza toda. Recordarán mi nombre, mártir o criminal, no bastará mi castigo a contener una sola palpitación en los corazones que sientan”.

Camila O’Gorman. Uladislao Guiterrez. El amor solo es para los que aman.

Fuente: Télam