Un poco de humor
Reflexiones de la vida diaria: «Mi reino por un llavero». Hoy, en exclusivo, desde la vida cotidiana, nuestro enviado especial, Adrián Stoppelman, se enfrenta a la lucha cotidiana, a la verdadera madre de todas las batallas: encontrar las llaves. Léalo, antes de quedarse encerrado del lado de afuera.
POR ADRIÁN STOPPELMAN
Mi Reino por un llavero
Tal vez usted me diga “¡no, yo no!”, pero la mayoría de los seres humanos experimentamos esta angustia a diario. No. No hablo de llegar a fin de mes. ¡Hablo de encontrar las llaves!
Los que no encontramos las llaves, no las encontramos nunca, jamás, de primera intención. No las encontramos cuando queremos salir de casa, no las encontramos cuando queremos entrar a casa, incluso no las encontramos cuando las tenemos en la palma de la mano.
El caso más común: uno llega apurado a su casa porque tiene hambre, apurado porque tiene que ir al baño o simplemente apurado porque es una persona que vive apurada. Entrás, tirás la llave en cualquier lado… ¡y no la encontrás más!
Hay una situación previa: cuanto más apurado estás, ya sea para ir al baño, ya sea porque tenés hambre o porque sos un apurado, no es tan fácil encontrar las llaves para entrar a tu casa. A medida que vas llegando la pregunta te da vueltas a la cabeza como calesita sin freno en un terreno inclinado: “¿adónde tengo las llaves?” Comienza la búsqueda: Si es cartera, o cualquier otro tipo de envase contenedor, revisarás 32 veces hasta darte cuenta de que no están en dicho lugar.
Pasás a los bolsillos. Todos los bolsillos. Tampoco están en los bolsillos. ¿Perdí las llaves? ¿Las dejé en el trabajo? ¿Me las afanaron en el viaje? ¿Me las comí con el almuerzo sin darme cuenta?
Un hilo de transpiración frío como beso por compromiso de oso polar recorre tu espalda: sin llaves no podrás entrar a tu casa. Y mientras empezás a revisar por decimoséptima vez la cartera y los bolsillos y recorrés mentalmente todas tus actividades del día, también vas pensando estrategias: ¿quién tiene el otro juego de llaves? ¿Cuántas horas voy a tener que esperar a que llegue mi pariente más cercano, sea esposa, hijo, suegra, o cualquier tipo de mascota conviviente, para poder entrar? ¿Por qué le dejé la copia de las llaves de casa a un amigo de confianza que vive a 65,4 kilómetros de casa, por camino de ripio y cornisa?
Tampoco, hasta no estar seguro de que no tenés las llaves, podés llamar por teléfono o mandar mensaje a tu pareja por dos motivos: 1. No querés que te conteste: “Revisá bien, bobo. Siempre hacés lo mismo. Nos preocupás a todos y la tenés en el bosillo del pantalón”. 2. Porque sabés que muy probablemente tu pareja tampoco encuentre sus llaves en este momento y no esté de humor para saber que ninguno de los dos posee las llaves para volver a entrar a casa.
Esta situación, a menos que efectivamente hayas perdido la llave, termina siempre igual: después de transpirarte todo, en el intento final, el número 43, encontrás las llaves en el primer lugar que buscaste. ¿Por qué no las encontraste en los 43 intentos anteriores? ¿Te la escondió la mano invisible del mercado? No. Simplemente sucede que las llaves saben que las buscás, y se esconden las muy turras.
El otro grave problema se produce al intentar salir de la casa. Vos entraste, las tiraste en cualquier lado, pasaron horas, tal vez hasta algún día, y ahora tenés que salir. Y empezás a buscar: en el ganchito que compraste en la feria artesanal para colgar las llaves y poder encontrarlas… no están. En el ganchito hay todo tipo de llaves, algunas que incluso se desconoce para que sirven, pero no están las que vos buscás.
Y comienza la aventura: levantás los almohadones del sofá, metés la mano entre la almohada y la funda, pasás la mano por la mesada de la cocina, revisás cualquier superficie plana donde pueda apoyarse un juego de llaves… y nada. Comenzás la exploración a ras del suelo: debajo del sofá, debajo de la cama, debajo de la heladera, debajo de la mesada del baño, debajo del perro, debajo del potus, ¡¡¿A dónde están las llaves?!!
Ahora entrás en la fase desesperación-demencia. Buscás en lugares en los que nadie dejaría unas llaves: la bañadera, el bidet, la heladera, el freezer, dentro del lavarropas, dentro de las ollas y las cacerolas, en el frasco de las galletitas, la boca del gato… Y luego de revisar uno por uno los bolsillos de todas tus camperas, sacos y pantalones del placard, revisás también los bolsillos de todos las prendas de tu pareja. ¡¡¿A dónde están las llaves?!!
Este proceso conlleva, además, una violenta baja de tu autoestima con pensamientos como: “soy un bobo” (no exactamente con esa palabra), “¿para qué compré el ganchito de la feria artesanal para colgar las llaves si nunca cuelgo las llaves?” “¿Por qué me gasté una fortuna en un teléfono celular inteligente, si no es tan inteligente como para decirme dónde diablos puse las malditas llaves?” “Tengo que cambiar de vida, mudarme al campo, vivir en una choza sin puerta”…
Recurso extremo: la basura. Eso si ya no la sacaste. Pero si no la sacaste, no hay más remedio: a revolver la basura. Y no una vez: dos, tres… manoseas cosas que jamás imaginaste, texturas irreconocibles y aromas a últimos días de la víctima. Nada. ¡¡¿A dónde están las llaves?!!
Hasta que, después de transpirar más que parrillero al que le faltó el asistente en medio de la ola de calor y durante un corte de luz… ¡¡encontrás las llaves!! ¿Dónde? Ahí. Ahí por donde pasaste 72 veces y no las viste. ¿Cómo es posible? Fácil: es un mandato bíblico. Cuando dios expulsó a Adán del paraíso le dijo: “ganarás el pan con el sudor de tu frente, pero más sudarás para encontrar la llave de la panadería” (frase eliminada en versiones posteriores del antiguo testamento debido a que nadie encontró la llave del arcón donde estaba el original).
Y finalmente salís de tu casa. Y tratás de olvidar lo que pasó. Pensás en lo que tenés que hacer. Y te subís al bondi, al tren, al taxi, a tu auto, a la moto, la bici, o simplemente te vas caminando y a la media hora, exacta, de haber abandonado tu hogar, sin querer te tocás el bolsillo donde están las llaves. Ahora no las necesitás. Pero sabés que están ahí. Pero claro: la duda te asalta inexorable: Cuando salí… ¿cerré bien la puerta?
Fuente: Télam