Humor: Juguetes rabiosos

Hoy, en exclusiva, nuestro corresponsal en la vida cotidiana, Adrián Stoppelman, se la juega con el tema de los juguetes. Léalo, antes de que se aburra y lo cambie por otro juguete.

POR ADRIÁN STOPPELMAN

¿Cuán amargo tenés que ser para que no te gusten los juguetes? Es como que si no te gustan, perdiste al niño que tenés dentro, dentro de un lobo feroz que te lo morfó.

Los juguetes son imanes para grandes y chicos: Cuando sos chico, porque es la edad de los juguetes: solo pensás en juguetes, golosinas y en cómo hacer para obtener dinero para conseguir más juguetes y golosinas.

Cuando sos grande, porque podés comprarle a tu hijo o a tu sobrina todos esos juguetes que hay ahora y que ni soñábamos cuando éramos chicos. Me encanta ver la desesperación de los padres que le compran un juguete super caro a sus hijos cuando ven que a los cinco minutos ya está roto. Pero no un poquito roto, que se arregla con la gotita. ¡Hecho pelota! Tan hecho pelota que en lugar de muñeca que habla, ¡ya juegan con eso a la pelota!


Y en estos casos creo que son dos cosas las que los desesperan: una, el darse cuenta que  la plata que gastaron fue más al cuete que camisa de seda para Hulk cuando está nervioso. 
Y dos: el poco que tiempo que les dio el crío para jugar con el juguete, a ellos, a los padres, razón fundamental por la que fue comprado.

Es que cuando sos chiquitito, el mejor juguete es el más simple: cualquier cosa que se pueda empujar o patear como una caja de cartón, una pelota o un hermano menor. 
Después viene otra etapa: querer el juguete del otro. Porque los chiches de los otros siempre te parecen mejores que los tuyos. Y hasta intentás cambiarles los juguetes: “te doy mi batimovil si me das tu Batman articulado”. Y si fuese por los niños, el canje funcionaría perfecto, pero… ¿para qué están los padres? “¿Estás loco, juancito? ¿No te das cuenta que tu juguete vale mucho más que la porquería esa que querés?”

Y no. Uno de chico no se da cuenta. Todos los juguetes valen uno, y si uno los quiere intercambiar, los cambia. Claro: no es lo mismo cambiar un autito por un muñequito que dar una bici y que te den 3 bolitas. (Que en realidad es lo que hicieron los españoles cuando llegaron a América, ¿no?). 
Y como no teniás noción del costo, tus viejos te llevaban a la casa de tu amiguito, donde te esperaban los padres con el otro nene, y se procedía a la devolución cruzada de juguetes, en una ceremonia plagada de desconfianza, como si se tratara de un intercambio de prisioneros a través del muro de Berlín.

Ojo: los juguetes están llenos de misterios. Por ejemplo: ¿Por qué cuando un primo venía a casa tenía derecho a usar todos nuestros juguetes y cuando nosotros íbamos a lo de nuestro primo nos sectorizaban el espacio de juego limitándonos a utilizar una suerte de chiches de descarte aptos para compartir, o sea, los más rotosos y de porquería?

Lo terrible: Que se pierda una pieza de un juguete. Es un drama peor que perder las elecciones, la casa en el casino o incluso perder a la abuela en una excursión de treking. Cuando una pieza de juguete se pierde, todo el mundo se pone a buscar. “¿Dónde lo viste por ultima vez?” “¿Revisaste la basura? » «¿Estás seguro que no le pusiste mayonesa y te lo morfaste, no?” “¡Acá no está!”, decía el tío borracho después de mirar adentro de su decimocuarto vaso de birra.

Ahora bien. Uno se conforma con poco cuando es chico, pero para evitar que te conformes con poco está la propaganda: La propaganda te hace comprar cualquier cosa. Nos pasó a todos. De chicos veíamos la tele y los juguetes se veían fabulosos, mágicos y hasta los veías  en colores incluso en la tele blanco y negro. Y cuando te lo compraban, en 2 minutos te dabas cuenta que, efectivamente, eran en blanco y negro, casi gris.

“¿Ya no jugás más con el yo-yo con luces?¿Ya te aburriste? Al final, no sé para qué te lo compramos”, te psicopateaba tu vieja. Y vos te ponías a jugar un ratito más, como para darle el gusto, sabiendo que el destino del juguete era irremediable: el fondo del cajón de los juguetes… o el botellero de la cuadra.

Y uno hacía cualquier cosa con tal de conseguir lo que quería: llorabas, te enfermabas, hacías los deberes, lavabas los platos, cortabas el pasto, hasta instalabas un disyuntor sin saber de electricidad. Y al final, nunca te compraban el original.

Si vos querías la Plastiball, te compraban la Peloplastic. No era lo mismo. Si vos querías el Scrabble, te compraban el Palabras Cruzadas. No era lo mismo. Si vos querías el Matchbox, te compraban el PlastiAuto, si querías un Duravit, te compraban un Pocavit… siempre la imitación más toraba. Era algo así como la preparación para la vida real, supongo. Vos votabas por el salariazo y la revolución productiva y te daban la versión neoliberal.

En fin. Que los juguetes mantienen y mantendrán su magia por siempre. Incluso ahora, por suerte, no está mal visto que los grandes tengamos juguetes, juguetes a pilas, juegos y todos esos chiches lindos que venden en las jugueterías para adultos, los sex-shops.

Fuente: Télam