“Viejismo”
Somos 9 millones de ancianos los que sufrimos el prejuicio ante la vejez, porque la ancianidad “amenaza” con la muerte. Pero debemos aceptar que la muerte da sentido a la vida y que la tibieza condena a una mala vejez.
Por: Pacho O’Donnell
Pertenezco al grupo sujeto a discriminación más numeroso en Argentina. Somos 9.000.000 de ancianas y ancianos que sufrimos el acoso del “viejismo”, es decir el extendido y secular prejuicio ante la vejez, que se ensaña especialmente con las mujeres de la tercera edad. Exacerbado en tiempos de la sociedad de consumo que nos descarta por ser malos consumidores, debido a nuestra magra posibilidad de comprar a raíz de nuestra incapacidad de generar ingresos y a las injustas e irritantes jubilaciones. Eso es evidente en la televisión y en las redes en las que las publicidades de viajes, autos y electrodomésticos están dirigidas a los jóvenes y adultos. Nos tocan escasas y baratas ofertas de pegamentos de prótesis dentales, pañales de adultos, colágeno para las articulaciones.
Esa postergación social es particularmente cruel en los sectores sociales sumidos en la pobreza o en la miseria, en los que viejas y viejos son los más cruelmente vulnerables, pobremente asistidos por el Estado y carentes de la protección de estructuras familiares organizadas en torno a la subsistencia.
Otro motivo del “viejismo” es que rompemos la colectiva estrategia de negación de la muerte típica de la cultura occidental. Porque la ancianidad “amenaza” con la muerte. Nos recuerda que todos vamos a morir a pesar de los esfuerzos por negarlo con cirugías, tinturas y botox. La certeza de la muerte es intolerable para el ser humano.
Las grandes territorios de la creación humana están dirigidos a negarla: la filosofía se propone explicar y comprender, y ojalá conjurar, el absurdo destino de nacer para morir. Según Platón la filosofía consiste en aprender a morir. En cuanto a la ciencia brega por alcanzar la inmortalidad aunque por ahora solo ha logrado, meritoriamente, prolongar la vida de las personas mayores en los países o sectores desarrollados. Las religiones, por último, se afanan en prometernos otras vidas, una forma de inmortalidad que requiere una asombrosa fe en algo jamás comprobado.
Shakespeare en el soliloquio de Jacques, “Como gustéis…”, hace un despiadado enfoque “viejista” de la vejez en su versión de “Las siete edades” (fragmento):
“(…) La sexta edad pasa al pantalón flaco y calzado, con anteojos en la nariz y bolsa en el costado, sus calzas juveniles bien guardadas, un mundo demasiado ancho, para su pierna encogida y su gran voz varonil, volviéndose de nuevo hacia agudos infantiles, flautas y silbidos en su sonido. La última escena de todas. Que termina esta extraña historia llena de acontecimientos. Es segunda puerilidad y mero olvido. Sin dientes, sin ojos, sin gusto, sin todo”.
En “La bella Haulmiere” es Francois Villon quien se ocupa de la anciana ([fragmento):
“(…) ¿Qué se hicieron mi lisa frente, mis cejas y cabellos rubios, mis ojos de mirar travieso con que atrapaba a los más duros, esa nariz recta y mi rostro, mi rostro que ahora en vano busco, mis orejas blancas y firmes y mis labios de un rojo puro? ¿Mis hermosos pequeños hombros, largos brazos y manos finas, pezones chicos y caderas altas y sólidas, propicias para batallas de amor largas y, sobre todo, eso que hacía dichoso al hombre entre mis muslos bajo el jardín que lo escondía?”.
Auguste Rodin se basó en estos versos para su dramática escultura “La vieja”.
Las arrugas y las canas nos denuncian que el tiempo transcurre y nuestra estadía sobre el planeta se acorta. Es necesario integrar la muerte a nuestra aceptación de nuestra condición humana. Aceptar que la muerte da sentido a la vida. Naturalizar la muerte, resignarse a ella, incorporarla como una contingencia más de la vida, valorizar el tiempo del que disponemos. Eso es perder o disminuir el rechazo a la vejez.
El filósofo emperador Marco Aurelio, en sus “Meditaciones”, ya en el siglo I D.C. nos aleccionaba en ese sentido: “No desdeñes la muerte; antes bien acógela gustosamente, en la convicción de que esta también es una de las cosas que la naturaleza quiere. Porque cual es la juventud, la vejez, el crecimiento, la plenitud de la vida, el salir los dientes, la barba, las canas, la fecundación, la preñez, el alumbramiento y las demás actividades naturales que llevan las estaciones de la vida, tal es también tu propia disolución. Por consiguiente, es propio de un hombre dotado de razón comportarse ante la muerte no con hostilidad, ni con vehemencia, ni con orgullo, sino aguardarla como una más de las actividades naturales.”
¿Es acaso la inmortalidad lo deseable? Borges lo niega en su relato “El inmortal”. Marco Flaminio, su personaje, descubre que la inmortalidad es una condena. La muerte da sentido a cada acto ante la posibilidad de ser el último, la inmortalidad se lo arrebata. “Sabía [la república de hombres inmortales] que en un plazo infinito le ocurren a todo hombre todas las cosas. […] Encarados así, todos nuestros actos son justos, pero también son indiferentes. No hay méritos morales o intelectuales. Homero compuso la Odisea; postulado un plazo infinito, con infinitas circunstancias y cambios, lo imposible es no componer, siquiera una vez, la Odisea.”
Si la vida fuera un partido de fútbol sin pitada final ningún valor tendrían los goles pues se anotarían infinitos que no merecerían festejo ni emoción alguna. Los desempeños serían anodinos y sin relieve. El saber del tope de los noventa minutos da valor a cada penal bien cobrado, a cada gol errado, a cada faul violento. Tener conciencia de muerte nos devela la importancia del tiempo. Saber de la muerte es saber del tiempo y es el tiempo lo más valioso que tenemos. El uso que le demos, conscientes de su paso y de su finitud, sin tibiezas, es lo que dará sentido a nuestra existencia y, entre otras consecuencias, alimentará de coloridos recuerdos nuestra ancianidad.
El problema es que las viejas y los viejos practicamos el “viejismo” en nosotros mismos. Asumimos las imposiciones culturales acerca de que la vejez es equiparable a una enfermedad grave, incurable, letal. Que viejas y viejos somos feos, vulnerables, depresivos, que hablamos de personas y sucesos que a los más jóvenes no interesan, que preferimos los brazos del sillón a los de alguien amado. Que cumplimos con la imposición de la sinonimia entre vejez y deterioro. Porque la mayoría de las personas mayores estamos deterioradas más allá de los daños de la biología. Hemos abandonado el cuerpo mucho tiempo atrás y ahora lo acarreamos de guardia en guardia y de consultorio en consultorio.
Quien se aprovechó de nuestro deterioro y del consiguiente déficit en nuestro sistema inmunológico fue el COVID, que nos tuvo de clientes principales.
Los existencialistas Camus, Sartre y otros, aparentemente nihilistas, herederos de Nietzche y de Dostoievsky, afirman que la vida es la nada, venimos de la nada y vamos hacia la nada, pero es justamente eso lo que nos hace únicos responsables de que nuestra vida tenga algún sentido. En nuestro país no podemos obviar la miseria que aqueja a tantas personas mayores y que reduce sus vidas a una difícil lucha por la subsistencia que no deja espacio ni tiempo para el ejercicio de los propios deseos. Pero en quienes tienen un margen de decisión es esencial no dilapidarla obedeciendo imposiciones sociales, como la del consumismo, o deseos ajenos como el de los padres, siempre poderosos, de los que se encarga, a veces infructuosamente, otras a medias y. algunas exitosamente, la rebeldía adolescente.
Lleguemos a un acuerdo: no hemos nacido para dilapidar la vida en nimiedades mediocres, no hemos nacido para desperdiciarla en trabajos que no nos satisfacen, en relaciones de pareja ya extinguidas, en obligaciones a que nos condena nuestra cobardía. Ellos serán los haberes y deberes de los implacables balances de nuestra vejez.
(…) Viejos lo que se dice viejos
eso es sólo un rumor de los muchachos
por ahora la clave es seguir siendo jóvenes
hasta morir de viejos (Mario Benedetti)
Mucho tiempo atrás Séneca escribió: “Unas horas nos han sido tomadas, otras nos han sido robadas, otras nos han huido. La pérdida más vergonzosa es, sin duda, la que acontece por negligencia… No pierdas, pues, hora alguna, recógelas todas. Asegura bien el contenido del día de hoy, y así será como dependerás menos del mañana”.
La pregunta que se nos impone, siempre acuciante, es que estamos preocupados por si hay vida después de la muerte, ¿pero hay vida antes de la muerte? La que yo vivo, ¿es vida?
Testimonios de especialistas en pacientes terminales permiten afirmar que en los últimos momentos se tiene más en cuenta lo no realizado que lo realizado. Es decir las deudas con uno mismo. ¿Por qué no viajé si era lo que más me gustaba? ¿Por qué no estuve más tiempo con mi hijos?¿Por qué no pinté? ¿Por qué no me divorcié?
La tibieza condena a una mala vejez. Los tibios son aquellos a los que en el Apocalipsis 3:15-17 Dios les demuestra su aborrecimiento: » Yo conozco tus obras, que ni eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueses frío o caliente! Pero por cuanto eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca”.
Dante no se queda atrás en su desprecio por los que han vivido tibiamente, aquello que no han honrado sus vidas siendo anodinos, vulgares, y que así han comprometido su vejez:
La primera impresión que tiene Dante del reino infernal es de tipo auditivo: suspiros, llantos y gritos retumban en el “aire sin estrellas” tan conmovedores que Dante comienza a llorar. Pregunta entonces a Virgilio, su guía, quienes son esos seres tan sufrientes y el poeta le explica que se encuentran en el Anteinfierno, donde son castigadas la tristes almas que vivieron sin infamia y sin honor. Ellas son los ignavos, almas que en vida no hicieron ni el bien ni el mal por su elección de cobardía. Entre estos hombres están los ángeles que al tiempo de la revuelta de Lucifer no tomaron ni la parte de Lucifer ni la de Dios, sino que se retiraron apartándose de la revuelta. Estos condenados son echados del cielo porque allí no aceptan tibios. Tampoco el infierno los quiere porque los condenados podrían vanagloriarse ante los ignavos que ellos pudieron, en vida, elegir por lo menos de qué lado estar, aunque fuese del lado del mal.
Franco Nembrini en sus ensayos sobre la Divina Comedia nos dice que los tibios son los más miserables de todos los seres. San Pedro a las puertas del Cielo les diría “no, tú aquí no entras”, a lo que ellos responderían: “¿Pero qué mal he hecho yo? No he robado, no he matado, no he, no he…”. Eso es: no has. No has vivido.
Lo contrario de bondad no es maldad sino indiferencia.
“La muerte como final de tiempo que se vive sólo puede causar pavor a quien no sabe llenar el tiempo que le es dado a vivir” (Viktor Frankl)
Una de las circunstancias más positivas de la vejez, esa que puede darnos la etapa quizás más feliz de nuestras vidas es el tiempo del que disponemos luego de los 65 que nos permite saldar dichas deudas, hacer, pensar, estudiar aquello que deseábamos hacer pero que por distintos motivos, alguno justificados pero otros dictados por la tibieza o por la convicción de que habrá tiempo para todo, no los hemos llevado a cabo.
Un ejemplo literario es el de Don Quijote de la Mancha, viejo de 50 años, equivalentes a 70-75 años actuales, quien embriagado por la lectura de novelas de caballería, decide cumplir con su deseo de serlo él mismo. Asi lo escribió Miguel de Cervantes Saavedra: “En efecto, rematado ya su juicio, vino a dar en el más extraño pensamiento que jamás dio loco en el mundo; y fue que le pareció convenible y necesario, así para el aumento de su honra como para el servicio de su república, hacerse caballero andante, y irse por todo el mundo con sus armas y caballo a buscar las aventuras y a ejercitarse en todo aquello que él había leído que los caballeros andantes se ejercitaban, deshaciendo todo género de agravio, y poniéndose en ocasiones y peligros donde, acabándolos, cobrase eterno nombre y fama”.
Alguien, ya en lo real, que aprovechó su vejez para cumplir con el pago de deudas con uno mismo, fue Bartolomé Mitre. Siendo ya una persona mayor confesó públicamente que su verdadera vocación había sido la poesía: “A causa de él [Rosas] he tenido que vestir las armas, correr los campos, hacerme hombre político y lanzarme a la carrera tempestuosa de las revoluciones sin poder seguir mi vocación literaria”.
Fue en su ancianidad cuando emprendió la traducción de laDivina comedia, de Dante Alighieri. Este fue su libro de cabecera durante muchos años. Consideraba que las obras de Horacio (a quien también tradujo) y de Dante habían sido fundamentales para la cultura occidental. Otro motivo para traducir esta obra fue su concepto de la traducción, Mitre defendía la traducción literal y, aunque había otras traducciones al español, no las consideraba adecuadas. Don Bartolomé no se la hizo fácil: tradujo en tercetos de versos endecasílabos rimados, como el original, y sin cambiar el sentido. La Divina comedia de Mitre fue la primera traducción argentina. La primera edición completa se publicó en 1894, a sus 73 años , y la versión definitiva en 1897, a los 76. A esa edad, muy avanzada para su época, pagó la deuda que tenía con su vocación literaria.
En el caso de mujer, entre tantos ejemplos, tomaré uno contemporáneo, el de mi amiga María Luisa Bemberg, quien contradiciendo los dictados de su tiempo en su adultez se lanzó a una vida reivindicativa del derecho de la mujer a todas las libertades y a cumplir con su vocación cinematográfica, actividad entonces reservada para hombres. A los 62 años dirigió la maravillosa “Camila”, no casualmente sobre una joven de clase alta en tiempos de Rosas que se rebela contra las convenciones de la época. Fue candidata al Oscar en 1985.
Mi admirado José Saramago, quien escribió su primera novela a los sesenta años, con quien compartí una luminosa epistolaridad, escribió un inspirado poema, “¿Qué cuantos años tengo?” que puede ser considerado un manifiesto contra el “viejismo”:
“¿Qué cuántos años tengo? ¡Qué importa!
¡Tengo la edad que quiero y siento!
La edad en que puedo gritar sin miedo lo que pienso.
Hacer lo que deseo, sin miedo al fracaso o lo desconocido…
Pues tengo la experiencia de los años vividos
y la fuerza de la convicción de mis deseos.
¡Qué importa cuántos años tengo!
¡No quiero pensar en ello!
Pues unos dicen que ya soy viejo,
y otros “que estoy en el apogeo”.
Pero no es la edad que tengo, ni lo que la gente dice,
sino lo que mi corazón siente y mi cerebro dicte.
Tengo los años necesarios para gritar lo que pienso,
para hacer lo que quiero, para reconocer yerros viejos, rectificar caminos y atesorar éxitos.
Ahora no tienen por qué decir: ¡Estás muy joven, no lo lograrás!…
¡Estás muy viejo, ya no podrás!…
Tengo la edad en que las cosas se miran con más calma,
pero con el interés de seguir creciendo.
Tengo los años en que los sueños,
se empiezan a acariciar con los dedos,
las ilusiones se convierten en esperanza.
Tengo los años en que el amor,
a veces es una loca llamarada,
ansiosa de consumirse en el fuego de una pasión deseada.
y otras… es un remanso de paz, como el atardecer en la playa…
¿Qué cuántos años tengo?
No necesito marcarlos con un número,
pues mis anhelos alcanzados,
mis triunfos obtenidos,
las lágrimas que por el camino derramé al ver mis ilusiones truncadas…
¡Valen mucho más que eso!
¡Qué importa si cumplo cincuenta, sesenta o más!
Pues lo que importa: ¡es la edad que siento!
Tengo los años que necesito para vivir libre y sin miedos.
Para seguir sin temor por el sendero,
pues llevo conmigo la experiencia adquirida
y la fuerza de mis anhelos
¿Qué cuántos años tengo?
¡Eso!… ¿A quién le importa?
Tengo los años necesarios para perder ya el miedo
y hacer lo que quiero y siento!!.
Qué importa cuántos años tengo.
o cuántos espero, si con los años que tengo,
¡aprendí a querer lo necesario y a tomar sólo lo bueno!”.
Fuente: Infobae