La tumba de Videla
La misa oculta en su memoria y el represor que contó la intimidad del final
En mayo de 2013, a días de la muerte del dictador, el ex teniente Juan Daniel Amelong, condenado por robo de bebés, relató al autor de esta nota cómo era el mundo del penal de Marcos Paz. Los saludos de Astiz, la mesa chica tumbera y los asesinos que no le permitían lavar los platos y lo trataron como su líder aún en prisión
Por: Federico Fahsbender
El esplendor terrible: Videla aplaude en la final del Mundial ’78. Moriría en una celda casi 40 años después. (Keystone Pictures USA/Shutterstock)
No era fácil encontrar al dictador al ras de la tierra. No había una lápida en el suelo, para empezar. Trabajaba para la revista Noticias en ese entonces, fui al cementerio Memorial de Pilar a buscar su tumba tras su entierro esa semana, junto al fotógrafo Octavio Mancini. Había algunas pintadas calientes en los caminos del frente del cementerio que lo repudiaban, en la parada de colectivo del lugar, su cuerpo ciertamente estaba allí, pero ningún empleado al comienzo se atrevía a marcarla, no había nadie en la mañana fría sobre el pasto de corte perfecto que señalara una parcela con el dedo y dijera: “Aquí está Videla”, nadie que dijera que aquí estaba realmente el fin.
Videla había sido enterrado en ese cementerio el 23 de mayo de 2013, seis días después de su muerte, en una parcela en el sector T, no muy lejos de Emilio Massera o de José Alfredo Martínez de Hoz, luego de que la Justicia de Morón permitiera su sepultura según confirmaban altas fuentes en los tribunales. Un empleado decía, un poco cínico, suelto de lengua: “Acá lo tuvimos en freezer un día. Solo vino un hijo de él”. Un familiar del dictador deslizó entre íntimos, entre los habitués del mundo de los ex militares condenados por crímenes infames, preocupado por la eternidad: “Por suerte se pudo hacer una misa con cuerpo presente”.
El familiar no dijo dónde, ni cómo, ni quiénes asistieron a ese réquiem de estola púrpura, ni el nombre del cura que lo ofició, un rito secreto. No hubo responso en el cementerio parque, la clásica caminata del luto detrás de la caja, nada. Habían anunciado que lo enterrarían en Mercedes, su lugar de origen, lo que disparó protestas intempestivas, la chance de un choque literal de fuerzas sobre el féretro. La privacidad parecía una mejor opción.Lo enterraron, según Página/12, el mismo día que fue retirado de la morgue.
Toda la situación dependía de la Justicia porque la muerte de Videla no fue un tema estrictamente privado. Juan Pablo Salas, en ese entonces titular del Juzgado Federal N°3 de Morón, estaba a cargo del expediente. Una fuente vinculada a la causa decía algo un poco perturbador en ese entonces: “La familia quiso cremarlo en un momento. No querían problemas, que la gente vaya y vandalice la tumba. Nadie quiere tener un disturbio encima de un velatorio”. El juez Salas no permitía la cremación, no hasta que los reportes finales de la autopsia estuviesen disponibles. Cremar el cuerpo no tenía sentido, al menos en lo religioso: Videla era un católico a ultranza.
La Justicia federal sabía la ubicación exacta de la tumba, una fuente en los tribunales me había dicho el número de parcela que constaba en el expediente, pero sin un mapa, sin un guía, se volvía imposible localizarla. Había que buscar los signos. Poco después esa mañana en el Memorial, alguien señalaba una sepultura recién cavada, la única con ese aspecto ese día en el sector T, sin lápida, cubierta con panes de pasto. Era un sepulturero que fumaba, con la tierra negra cargada en su carrito: “Es esa, es esa. Ahí está el chabón”, dijo, mientras reía con una risa que era la oscuridad de la historia argentina.El cementerio Memorial tras la llegada del cuerpo: la manifestación en el camino de entrada. (NA/Mario Sayez)
Videla murió de madrugada en su celda del Módulo 4 del penal de Marcos Paz, un guardia lo encontró ya sin vida sobre el inodoro luego de que su imagen se fundiera a gris, finalmente a negro. Ya estaba débil, desorientado, se confundía los días de la semana, algo que viene con el paso del tiempo. Los partidarios que le quedaban aseguraban que era maltratado por el Servicio Penitenciario Federal, repetían que con sus 87 años no podía resistir los traslados en móviles fríos para ir a declarar en causas que lo involucraban, y salidas a la madrugada. Ni siquiera pudo recibir a sus familiares en su última visita: trasladado en silla de ruedas, apenas pudo apoyar sus pies en los pedalines, a 10 centímetros del suelo.
Había perdido peso en los últimos meses, algunos estimaban más de 6 kilos, rechazaba comer en ocasiones. Videla, sin embargo, no se quejaba, fue un militar parco y seco hasta el final. No opinaba de política. Iba a misa los domingos. Se entusiasmaba quizás por algún resultado de tenis.
Los represores que lo rodeaban, por lo bajo, decían: “El viejo se nos va”.
“El viejo”
Ninguno de ellos se atrevió jamás a decirle ese apodo a la cara. Para muchos encerrados allí, hasta la muerte, fue “mi general”, teniente general Jorge Rafael Videla. A 30 años de la caída de la dictadura, a pesar del Juicio a las Juntas, a pesar de que cayeron uno por uno y pagaron por sus crímenes, la jerarquía estaba ahí. Los penitenciarios lo sabían, los que estaban detrás de de la inteligencia del Servicio Penitenciario Federal lo sabían: Videla, que hablaba poco, comandaba. Tenía ese respeto.
Mohamed Alí Seineldín fue otro que tuvo ese poder inmaterial tras las rejas. Dice un funcionario histórico del Servicio Penitenciario Federal: “Es la formación castrense. No tenés un pabellón, sino un regimiento. El Ejército prepara soldados. Así se comportan”.
Algunos de esos soldados se preocuparon por él. Jorge Di Pasquale, teniente coronel condenado a prisión perpetua por el Tribunal Oral Federal N°1 de La Plata en la causa que investigó los crímenes en el centro clandestino de detención La Cacha, señalado como culpable del homicidio de la hija de Estela de Carlotto, visitó al jefe del Módulo para pedir que Videla fuese beneficiado por su salud días antes de su muerte.
Pero hubo otro que denunció, que llevó la situación a la Justicia: fue el ex teniente Juan Daniel Amelong, rosarino, abogado penalista, su vecino de celda, un represor.Juan Daniel Amelong en el juicio en su contra en el Tribunal Oral Federal N°1 de Santa Fe (Foto: NA)
Oficial de Inteligencia, Amelong había integrado el Batallón 121 que controló cinco centros clandestinos: fue condenado a prisión perpetua por los crímenes en esos centros junto al ex teniente Pascual Guerrieri en perjuicio de 28 víctimas, También recibió otra condena la supresión de identidad y desaparición de mellizos, hijos de dos desaparecidos, Raquel Negro y Tulio Valenzuela.
Amelong podía ser urticante cuando quería. No tenía que esforzarse mucho. Cuando fue juzgado en el Tribunal Oral Federal N°1 de Rosario, llevó una extraña vincha provocativa: “Legalidad”, decía sobre una tela escrita con fibrón, que se calzó en la cabeza frente a los familiares de víctimas mientras reía. El Colegio de Abogados rosarino le revocó la matrícula para ejercer, peleó hasta la Corte Suprema para recuperarlo. El máximo tribunal se lo denegó.
Había estado preso junto a Videla desde el encarcelamiento en Campo de Mayo, los trasladaron en 2012 a Marcos Paz. Horas después de su muerte, Amelong envió al Juzgado Federal Nº3 de Morón subrogado por Salas una declaración testimonial a modo de denuncia: acusaba al Servicio Penitenciario Federal y a sus médicos de una supuesta cadena de desidia y abandono que terminó en la muerte del dictador. Nelson Castro había publicado los documentos de esa denuncia en el diario Perfil. El nombre de Amelong había sido tachado.
Alguien que conocía bien la atmósfera de los condenados de lesa humanidad me lo confió:la denuncia correspondía a Amelong. Esa misma persona, la misma que oyó sobre el réquiem final de Videla entre sus íntimos,acordó una llamada. Amelong me contactaría desde el teléfono fijo del penal para un reportaje que luego fue publicado en la revista Noticias. Recibí el llamado en mi escritorio. Fue firme al hablar, sin devaneos.
―¿Qué sugiere que ocurrió?
―Hubo un encubrimiento. Cuando murió, nos cortaron los teléfonos, presenté un hábeas corpus para que nos los devuelvan. Hubo hechos llamativos, como la cantidad de personas que circulaban en su celda antes de que lleguen los peritos. A Videla lo veíamos mal, cada vez peor. Y acá lo que se encubre es que lo dejaron morir, por no decir que lo mataron.
―¿Cuándo lo vio por última vez?
―La noche antes de que muera. No había cenado, se lo veía de mal semblante. Di Pasquale había pedido que lo trasladen, pero no hubo resultado, más acompañado que Videla fue a declarar después de que se cayera por el Plan Cóndor, eso lo afectó muchísimo. Lo sacaban para declarar a las 4 de la mañana, apenas con un desayuno, sin almorzar, lo devolvían acá a las 8, 9 de la noche. Era un anciano. Tres veces por semana no podía hacerlo. Para todos es igual. Pedís un médico y aparece un enfermero a las 3, 4 horas. Pedís un medicamento y aparece a los 2, 3 días. Por eso en este módulo tenemos más de 10 muertos. Con Videla fue el décimo. Hay casos de igual o más complejidad, mucha gente mayor. El Servicio los ignora. No está la atención que corresponde. Las órdenes que vienen son evidentes en la discriminación que hay. Hay una adversión, no explícita, pero evidente.Ultimo proceso: Videla en el juicio del Plan Condor (Télam)
El represor atesoraba un recuerdo privado con Videla, una anécdota entre rejas.“Él fue director del Colegio Militar cuando yo me gradué, él me dio el sable y el despacho de subteniente. Conseguí una foto de ese momento y le pedí que me la firme”, contó.
Videla, sin su rango de teniente general, firmó con nombre y apellido. Amelong le pidió que lo incluya. Videla respondió: “Bueno, usted sabe cuál es mi situación”.Amelong dijo: “Si sus adversarios si le quieren quitar el grado, yo no voy a dejar de reconocerlo”. Entonces, Videla accedió, e incluyó su viejo rango sobre su nombre: “Teniente General”. “Era un general, así me dirigía yo a él. Su grado y personalidad sacrificial hacían que no se quejara de nada. Había mucho respeto hacia él y se lo seguimos teniendo”, aseguró.
Videla a veces tomaba un secador, empujaba el agua, pero no le permitían trapear el piso. “No correspondía a su rango”, dijo Amelong, como si todavía rigiera sobre ellos un código militar y una institución que los había expulsado del uniforme y de la historia, que los convertía en parias.
El dictador tenía su ranchada en el horario de la cena, su mesa de íntimos con los que comía. Amelong los contó uno por uno, represores como el capitán Victor Gallo, del Batallón de Inteligencia 601, que se apropió de un bebé luego recuperado por Abuelas de Plaza de Mayo, el ex piloto Julio Alberto Poch -acusado de ser parte de los vuelos de la muerte- y el general Eduardo Cabanillas, jefe del centro clandestino Automotores Orletti, imputado por la muerte del hijo del escritor Juan Gelman. Nunca le permitían lavar los platos, ni siquiera los suyos. Secaba porque quería. El poder de mando de la dictadura, para él, nunca había terminado, no del todo. De vez en cuando, Alfredo Astiz lo saludaba en sus paseos por el patio.
Una semana después de la muerte del dictador, el juez Salas ni siquiera tenía una hipótesis de qué ocurrió. No tenía un reporte de autopsia completo, así como la historia clínica. Sabía de las fracturas que el dictador había sufrido el 12 de mayo cuando se cayó en la ducha: un golpe en cadera, costillas y esternón, una lesión en la pelvis. Salas, en privado, no se atrevía a hablar de un abandono médico, de una mala praxis, la teoría del represor Amelong. “Hemorragias internas” era un término que había llegado a su escritorio.
En junio de 2015, tres años después, el juez federal sobreseyó a tres médicos del SPF acusados de homicidio culposo. Aseguró que las fracturas de Videla resultaban imperceptibles en radiografías. La autopsia determinó que el jefe de la junta militar murió porque las pequeñas fracturas internas derivaron en hemorragias, una embolia pulmonar y finalmente en un paro cardíaco mientras estaba sentado en el inodoro de su celda.
Daniel Amelong fue trasladado al penal militar de Campo de Mayo. En abril de 2020 pidió salir con la excusa del coronavirus. La Sala III de la Cámara Federal de Casación se lo negó. Argumentó que tenía el Hospital Militar a pocos metros, que ante cualquier problema podría ir ahí.
La lápida de Videla, con el tiempo, se convirtió en una especie de mito quizás por su ausencia. Clarín aseguró en 2015 que no tenía su marca, su nombre, que decía apenas “familia Olmos” con la cruz del calvario en la piedra. Pero el hombre detrás de la parcela, el señor Olmos, decía que no tenía nada que ver, que no había ningún Videla enterrado ahí, nadie que él conociera.
Fuente: Infobae