Cuando ser infiel era sinónimo de brujería
“Nunca fue tan peligroso ser mujer”: una historia de cuando ser infiel o hasta bailar era sinónimo de brujería
La escritora inglesa Anya Bergman cuenta la vida de tres mujeres acusadas de ser bruja en la Noruega del siglo XVII, que tenían todo en su contra pero se negaron a ser víctimas.
Por: René Salomé
«Las brujas de Vardo», de Anya Bergman, está basada en una investigación real sobre la quema de brujas en la Noruega del 1600.
La Noruega del siglo XVII no era un lugar seguro para la población femenina. De hecho, “nunca fue tan peligroso ser mujer”, como puede leerse en Las brujas de Vardo, el nuevo libro de la escritora inglesa Anya Bergman, basado en una extensa investigación sobre la quema de mujeres acusadas de brujería.
La historia de esta novela, editada por Vidis, arranca en 1662 cuando Zigri, una viuda del pueblo, es descubierta teniendo una aventura con un comerciante, por lo que es enviada a la fortaleza de Vardo para ser juzgada como bruja. En ese entonces, una infidelidad bastaba para ser acusada de brujería, pero también cosas como bailar o tener demasiados conocimientos.
La hija de Zigri, Ingeborg, se adentra en territorios helados e inhóspitos para intentar rescatar a su madre junto a Maren, la hija de una bruja que la acompaña en su travesía. Pero todo se complicará gracias a otra mujer cautiva, Anna Rhodius, quien solía ser la amante del rey de Dinamarca pero fue enviada a la isla de Vardo después de perder su favor. ¿Qué hará y a quién traicionará para volver a su vida privilegiada en la corte?
Las brujas de Vardo son más fuertes incluso que el rey y, en una época en la que todo está en su contra, se niegan a ser víctimas. Pero para que finalmente se haga justicia, deberán amigarse con su poder y no temer demostrarlo.
Así empieza “Las brujas de Vardo”
Anna
Tercer día de abril del año de Nuestro Señor de 1662
Era una prisionera en el norte salvaje. Estaba atrapada en la nieve que caía y cegada por una luz blanca y deslumbrante, carente de toda sombra. De pie en la cubierta del barco, no había nada ante mí.
No veía una salida.
Estaba a la intemperie, y la nieve formaba un manto sobre mi capa. Impenetrable como el alabastro, tenía frío, pero no temblaba; tenía los nudillos azules y el corazón vacío. Las horas transcurrían despacio, pero no tenía prisa por tocar tierra.
Cuando ya estaba cubierta de nieve, esta comenzó a caer con menos intensidad. Sacudí los hombros y se desprendió de mi capa mientras los últimos copos caían al suelo en un remolino. Un crepúsculo azulado emergió de pronto.
Por fin, pude ver nuestro destino.
El puerto era poco más que eso, con un pequeño enclave de viviendas rudimentarias a su alrededor. Me ordenaron desembarcar y bajé tambaleándome por la pasarela, con las piernas inseguras después de tantas semanas en el mar. Un viento cortante me impulsaba hacia las sombrías tierras del norte, como si la mano de un hombre me empujara, una vez más.
El capitán Gunderson se despidió allí. Lo lamenté. Habíamos disfrutado de varias discusiones teológicas en mi viaje a lo largo de la costa traicionera de Noruega. Me había mantenido a salvo del peligro y había impuesto cierto grado de respeto a su tripulación. Temía que el capitán Gunderson fuera el último hombre civilizado en el que posara mis ojos en esta región indómita.
Para su nueva novela, Bergman investigó las quemas de brujas en la Noruega del 1600: “Nunca fue tan peligroso ser mujer”.
Definitivamente, eso fue lo que pareció cuando una bestia de hombre se me acercó. Su barba era una maraña roja mezclada con hielo y su piel estaba mugrienta. Se detuvo para escupir sobre la nieve y la flema amarilla manchó el blanco inmaculado. Di un paso atrás con repulsión, pero me sujetó de los hombros.
—¿Por qué no estáis encadenada?
Me sacudió. Su aliento apestaba y detecté un acento escocés.
—No se consideró necesario —respondí al hombre odioso, incapaz de ocultar el tono altivo en mi voz.
Resopló mientras giraba una llave grande en su cinturón.
—Os conviene recordar quién sois, Fru Rhodius: una prisionera del rey. —Volvió a escupir para enfatizar su poder sobre mí. Contuve las arcadas y mantuve la cabeza alta mientras él seguía hablando—: Soy el alguacil Lockhert y permanecerás bajo mi custodia por ahora.
“Por ahora”. Las palabras se hundieron como hierros de marcar en mi piel.
Qué cruel has sido al no concederme tu perdón. Me dejaste pendiendo de un hilo, esperando que cambiases de opinión mientras me envías muy lejos. ¿Por qué tan lejos?
—Al primer problema —me advirtió Lockhert con voz sombría—, os encadenaré.
¡Qué insultante! ¡Como si yo no fuera a obedecer lo que has ordenado! Dirigí una mirada fulminante a mi nuevo guardián, pero no le hizo mucho efecto mientras me empujaba hacia un trineo atado a tres renos.
El conductor estaba envuelto en pieles de reno y llevaba un gorro de piel, y las riendas flojas en las manos. A pesar de sus cornamentas bifurcadas, los renos parecían mansos. El que estaba detrás, más cerca de mí, giró la cabeza con una mirada de compasión casi humana. Me sorprendí cuando el corazón me dio un vuelco y me entraron ganas de acariciarle la cabeza, pero el bruto de Lockhert me empujó a la parte trasera del trineo.
Representación de la quema de una bruja en Vardø por el artista Liz Adamson.
Estaba oscureciendo y era la noche más fría de mi vida. Agradecí la pila de pieles y cueros amontonados a mi alrededor.
Hacía mucho tiempo que un frío tan profundo no me calaba hasta los huesos ya que, en los últimos años, un fuego constante en mi vientre mantenía calientes mis extremidades; algunas noches, me despertaba en mi alcoba de Bergen con un calor que me sofocaba, como si estuviera en llamas. Para disgusto de Ambrosius, tiraba las sábanas al suelo y, en ocasiones, llegaba al punto de abrir la ventana, sin importar la estación, para dar bocanadas de aire fresco, a pesar de las quejas de mi esposo. Poco después, dejó de compartir mi alcoba. Antes de mi partida a Copenhague, ya llevábamos varias semanas durmiendo separados.
Pensé en mi esposo ahora, a salvo en casa en Bergen, dando su paseo diario por el jardín, recolectando mis hierbas y mis plantas. Me retorcí con frustración en el asiento. Seguro que se equivocaría con todos los remedios, como siempre. No se podía confiar en que Ambrosius no envenenara a alguna pobre alma si no me tenía a su lado ayudándolo.
Pero debía de estar anocheciendo en Bergen y el doctor Ambrosius Rhodius estaría sentado junto a la chimenea, en el sillón de terciopelo verde, con las gafas en la punta de la nariz, leyendo mis libros. “Por fin paz”, pensaría.
Todo lo que alguna vez había poseído —una hermosa casa, un esposo con prestigio, el jardín más abundante de todo Bergen y la biblioteca más grande de Noruega— había desaparecido. Desaparecido. Desaparecido.
Tan decidida estaba a no verter una lágrima que me mordí el labio y saboreé la sangre.
Había luna llena y la luz plateada se derramaba a mi alrededor. La aldea detrás del puerto estaba silenciosa y oscura; todos los habitantes estaban dentro de sus pequeñas chozas. Mientras esperaba a que el trineo se pusiera en marcha, oía el rumor del mar entre las barcas de pesca. Mis ojos captaron un movimiento y me esforcé por incorporarme un poco en el trineo. Allí, acechando entre las casas pequeñas, me pareció ver a un hombre alto con una capa y un sombrero en la cabeza.
Ah, fue un engaño de la luz de la luna, porque la figura sombría desapareció. En su lugar, surgió un recuerdo de ti cuando éramos jóvenes, con tu cabello largo, oscuro y rizado sobre los hombros, la sonrisa en tus ojos mientras acercabas tus manos a las mías. “Bailemos, Anna”, me dijiste.
Fuente: Infobae