El día que Napoli compró a maradona
El día que la ciudad más pobre de Italia compró al futbolista más caro del mundo: a 40 años del amor a primera vista entre Maradona y Napoli
El jueves 5 de julio de 1984 Diego Armando Maradona se despertó por primera vez en suelo napolitano. Se hizo estudios médicos por la mañana y por la tarde llegó al estadio San Paolo, que años después llevaría su nombre. La crónica de esos días en los que un equipo discreto del sur italiano le daba la bienvenida al mejor jugador del mundo
Diego Maradona levantó las manos apenas puso los dos pies en el césped del estadio del Napoli. En 1984 tenía 23 años y era el jugador más caro y mejor pago de la historia
Una boina azul le aplasta los rulos. Va rodeado de personas que lo escoltan, lo acompañan y lo persiguen. Un custodio lo secunda vestido con camisa de manga corta, anteojos negros en la cabeza, paso seguro y mirada atenta. Lo abraza: no sabe que no le gusta que lo tomen del hombro. Pero él no se lo dice. Parece abrumado o abstraído. Camina por las entrañas de un lugar que hará propio, se infiltra en los pasillos íntimos de un estadio que llevará su nombre. Gente que no conoce se cuelga para verlo pasar. Gritan en un idioma que le resulta ajeno. Lo ovacionan. Aparecen fervientes y curiosos por todos lados. Lo que ayer era un gigante de cemento mudo y desierto es ahora una estructura viva, inquieta, desbordante.
Lleva una remera color crema, pantalón celeste, zapatillas blancas y un reloj en la muñeca derecha. Una marca auspicia su vestuario. Tiene la misma ropa de ayer. Ingresa, cortejado por guardaespaldas, a un recinto oscuro, saturado, caótico, intimidante. Es un gimnasio interno convertido provisoriamente en una sala de conferencias. Son las cinco y media de la tarde de un jueves soleado pero no hay iluminación natural: las claraboyas devuelven la sombra de quienes se agolpan para verlo. Las luces son de las cámaras: una guardia de 242 periodistas, fotógrafos, camarógrafos lo espera. En las paredes cuelgan aros de básquet. En una pared lateral se plegó una mesa con sillas y micrófonos.
Entra al salón y sus pupilas se acomodan a la penumbra. Hace un calor irritable en el verano del sur italiano, en el caldo del barrio Fuorigrotta de la ciudad de Nápoles. Ahí dentro, la temperatura trepa. Es un espacio escondido en las vísceras del estadio San Paolo, inaugurado en 1959, con capacidad para cincuenta mil espectadores, donde hace de local el Napoli, club fundado en 1926, que en cincuenta y ocho años de vida ganó solo dos campeonatos (Copa Italia de 1962 y 1976) y en la última temporada de la Serie A terminó salvándose del descenso por un punto. Una crisis financiera lo azota, grandes deudas lo hostigan, su casa luce avejentada, descolorida, empobrecida. Es su salvador.
La presentación de Diego Maradona en el estadio del Nápoli según el documental de Asif Kapadia
El futbolista fue presentado el cinco de julio de 1984 en el estadio San Paolo de Nápoles
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Él no lo advierte. Es su segundo día en Italia. Hay algo de esa atmósfera visceral, furiosa y desprolija que le parece familiar, conocido. Parece cómodo en esa incomodidad. Se sienta en una silla. Mira para arriba. Entre los rayos de luz que se filtran distingue a quienes lo vitorean. “Gente, calma por favor”, grita alguien. “Advierto que si se acercan, se cancela la conferencia de prensa”, enfatiza. Los fotógrafos, periodistas y oportunistas responden con abucheos. El desconcierto es generalizado y natural. A su izquierda un intérprete. A su derecha Corrado Ferlaino, presidente del Napoli. Cerca, Jorge Cysterszpiler, su representante. Acaricia una estatuilla que le regaló el escultor napolitano Genaro Sguro. La primera pregunta lo descoloca.
“Me gustaría saber si sabe lo que es la Camorra. Y si sabe que el dinero de la Camorra está en todas partes, incluído el fútbol”, indaga el periodista francés Alain Chaillon. No sabe el idioma, no sabe la respuesta, no sabe lo que es la Camorra. Se queda en silencio y absorto. El que responde es Ferlaino: “Esa pregunta me parece totalmente ofensiva. Realmente me horroriza que un periodista haga esa clase de preguntas. Es tan insultante que no la responderé. Te pido que te vayas. ¡Ahora mismo, inmediatamente! Cómo presidente del Napoli, exijo que te vayas”.
El hombre está parado. Luce enojado. Hay quienes celebran su enjundia. Él no entiende bien lo qué pasa. “Napoli no debería ser dañado por este tipo de ignorancia. Hicimos enormes sacrificios por este fichaje y no queremos preguntas ofensivas o afirmaciones ignorantes de que algo de lo que pasa aquí tiene que ver con la Camorra. Napoli funciona y tiene buena ética laboral. Los criminales son una minoría y hay una policía seria dispuesta a intervenir en estos asuntos. Gracias”, concluye el presidente del club. El resto de la conferencia es historia olvidada.
La postal maradoniana de aquel jueves 5 de julio de 1984: el hombre entre los hombres
Se para. Se va. Reanuda su paso por los canales interiores del estadio. Un bullicio feroz emana del aire. Son las seis y veinte de la tarde. No tiene más la boina ni el reloj. Lo conducen hacia una escalera. Cuando empieza a subir, lo dejan solo. Nadie estuvo tan solo en una multitud. Ochenta mil personas lo rodean. Están ahí por él. Quienes lo siguen y quienes lo esperan dejan la escalera solo para él. Abajo quedan las cámaras, arriba lo esperan otras. Los flashes se activan. Es un instante que nadie quiere perderse. Su foto subiendo las escaleras del estadio San Paolo por primera vez queda guardada para la posteridad: el hombre entre los hombres, un retrato que compite para ser el que mejor explique su vida. Es apenas otra postal de su inagotable álbum.
Apenas apoya los dos pies en la superficie, extiende los brazos. Gira 360 grados sin bajar el saludo. Ese bullicio feroz que emana del aire trepa a la explosión. Un estruendo se desata. La histeria se libera. Caen claveles, papelitos, globos, ovaciones desde las tribunas. Cuelgan banderas que dicen “Cicciano Azzurro”, “Blue Lions”. No se juega ningún partido pero hay clima de final. Camina por el césped. Tira besos, sacude las manos. Le prestan una bufanda. Se dirige al centro de la cancha. Una bandera azul que dice “Grazie Ferlaino Grazie” sirve de alfombra. Primero le dan un micrófono con esponja roja. “Buenas tardes napolitanos. Estoy muy feliz de encontrarme con ustedes”, dice. Luego le entregan una pelota blanca: hace ocho jueguitos antes de revolearla sin destino. Nápoles está alzado y rendido a la vez.
Van ocho párrafos y esta nota no lo nombró hasta ahora. Es el jueves 5 de julio de 1984, el día en que Diego Armando Maradona es presentado como nuevo futbolista del Napoli. Lo que pasará después de ese big bang es historia sabida: el futbolista se convirtió en el mejor de todos, el club conoció la gloria por primera vez, ambos gestaron una de las simbiosis más intensas y vitales del fútbol. Fue amor a primera vista. Pero para que eso sucediera hubo una vez una crisis, un Barcelona, un amistoso pactado, una mentira, un desgaste.
Diego Maradona caminó alrededor de todo el estadio para saludar a las miles de almas presentes en el estadio del Napoli
Napoli enfrentaba un descalabro financiero y un vacío institucional hacia 1984. Diego Maradona era el jugador mejor pago de entonces: jugaba en el Barcelona de España, había ganado tres copas, había aportado pinceladas de su talento, no había conformado a todos, se había enfermado, se había lesionado, lo habían suspendido, había jugado un Mundial dos años antes que redujo su influencia y su cotización. Se había convertido en una pieza incómoda. No querían ponerlo a la venta tampoco. Nadie quería hacerse cargo del fracaso.
Corrado Ferlaino, el presidente desde 1969, tuvo una idea: invitar al Barcelona a jugar un amistoso en su cancha. Quería ofrecerle a su público la posibilidad de ver en vivo a la estrella mundial de apenas 23 años de la que todos hablaban. Maradona era un recurso para generar ingresos. El club español aceptó. Pero cuando el presidente napolitano les preguntó si el argentino iba a jugar el partido, le respondieron que no, que no estaba disponible a causa de una enfermedad. Ferlaino desconfió. Llamó a Jorge Cysterszpiler para saber si el futbolista estaba enfermo. Le dijo que no y le confesó que había cortocircuitos con la dirigencia, un creciente descontento.
“Maradona era un genio del fútbol, pero como todo genio, era un poco desenfrenado. Tenía un grupo de argentinos que prácticamente vivía con él. Paseaban por los bares de Barcelona de noche, discutían con la gente y se tomaban a golpes de puño. Había un ambiente negativo de los fanáticos del Barcelona contra él. Por eso quería irse”, recordó Ferlaino. Había descubierto una infidencia en la intuición de ese llamado. Comprendió que ya no quería jugar un amistoso con el Barcelona sino comprarle a su figura. Había fabricado un escenario proclive: Maradona estaba a disgusto, Barcelona aceptaba su partida y solo él lo sabía. El motivo de las conversaciones con el mandatario catalán José Luis Núñez cambió.
«Buenas tardes napolitanos. Estoy muy feliz de encontrarme con ustedes”, dijo antes de dar los primeros toques con una pelota en el estadio San Paolo
“Un día me decía que sí y al siguiente, que no”, relató. La situación entre el club y el jugador había llegado a un punto de no retorno. La venta era una solución: el único que velaba por la continuidad del argentino era el máximo dirigente catalán. “La postura de Maradona fue determinante para venir, estaba tan decidido a hacerlo como a abandonar Barcelona”, graficó el presidente napolitano.
Ferlaino trabajó a contrarreloj. El mercado de pases terminaba pronto. Fueron días intensos. Se tomó un avión privado a Barcelona para negociar y acordar el traspaso. Antes pasó por Milán, donde estaba la sede de la liga italiana, por entonces la referencia global en el plano futbolístico. Dejó un sobre vacío en las oficinas donde presumía un supuesto contrato firmado por Diego Maradona. Ferlaino era un dirigente audaz y provocador. “Napoli no era un gran equipo, pero Maradona nunca lo supo. Le dije que los fanáticos napolitanos lo esperaban con los brazos abiertos, que Nápoles sería su segunda casa. Fueron pasos decisivos para que viniera”, reveló.
Lo que no le reveló lo pagó. Cerró su incorporación en siete millones y medio de dólares a pagar en cuotas: significó el traspaso más caro hasta entonces. Abonó tres millones al contado, dos millones en 1985 y otros dos millones en 1986, el resto correspondía a intereses e intermediarios. Convenció a Maradona con el contrato más caro del mundo. Pactaron ochocientos mil dólares por cada una de las cuatro temporadas y ocho cláusulas especiales: el quince por ciento de su pase, una casa con piscina sobre el mar, una vivienda para su representante, dos autos a disposición, el veinticinco por ciento de los ingresos por cada amistoso, premios dobles por partido ganado, ingresos publicitarios y diez pasajes aéreos a Buenos Aires.
“Napoli no era un gran equipo, pero Maradona nunca lo supo», reveló el presidente Corrado Ferlaino, quien había querido armar un amistoso ante el Barcelona antes de comprar al futbolista argentino (Etsuo Hara/Getty Images)
La intervención de los directivos Antonio Iuliano y Dino Celentano fue vital. “Hasta el último momento no tuvimos nada claro de que se fuera a cerrar, incluso el mismo día que lo logramos tuvimos que estar hasta la madrugada para decirnos que no querían venderlo, pero al final lo logramos”. Núñez acordó la transferencia. Maradona aceptó las condiciones. La liga italiana era la mejor del mundo pero el Napoli era un equipo menor y no había indicios de que alguna vez fuese exitoso. Era el 29 de junio de 1984. Ferlaino había logrado fichar al mejor jugador del mundo. Lo celebró solo en el bar del aeropuerto de Barcelona.
Estaba cansado porque no había dormido durante el viaje de ida. Le pidió un whisky al barman, que al constatar su acento le preguntó si era italiano. El lo corrigió: “Soy napolitano”. Lo miró sorprendido y le comentó: “Napolitano, qué casualidad, acabamos de hacerle una estafa al Napoli. Le vendimos a Maradona, se llevaron un paquete”. Ferlaino se preocupó y le preguntó por qué decía que era una estafa. “Me contestó que Diego estaba gordo, acabado y por eso se lo sacaban de encima”, relató. Confesó, a su vez, que el comentario del barman lo había hecho dudar de la transferencia que acababa de cerrar y que ese fue el último día que tomó whisky: “Me hizo un agujero en el estómago. Nunca más volví a beber. Le tomé idea”. Antes de regresar a Nápoles, Ferlaino pasó por Milán: quería cambiar el sobre vacío que había dejado en las oficinas del calcio por uno que tuviese el contrato firmado por el futbolista.
El miércoles 4 de julio de 1984 Maradona llegó al aeropuerto de Barcelona para tomar el vuelo AZ 357 con destino a Roma. No quiso viajar por Iberia, sino por una aerolínea del país que lo hospedaría: ocupó la butaca “K” de la fila cuatro del Boeing “Cittá di Aquileia”. “Espero tranquilidad, la que no tuve en Barcelona. Pero por sobre todo respeto”, dijo en una entrevista sobre el avión. Ignoraba todo lo que atravesaría. El periodista Bruno Passarelli, corresponsal en Italia de El Gráfico, contó que comió langosta y bebió un sorbo de un espumante italiano abierto en su honor. “Maradona sufrió una breve turbulencia cuando avistamos la isla de Cerdeña y le dije que estaba viendo el país que lo estaba esperando”, contó el comandante Antonio Ussai.
El 10 del Napoli en un entrenamiento en el estadio que el 25 de noviembre de 2020, tras la muerte del astro argentino, pasaría a llamarse Diego Armando Maradona (The Grosby Group)
El vuelo aterrizó cinco minutos después de las dos de la tarde en el aeropuerto de Fiumicino. Maradona, su representante Jorge Cysterszpiler y su encargado de prensa Guillermo Blanco bajaron veinticinco minutos más tarde. El operativo se nutría de doscientos policías. No pasó por migraciones ni por control aduanero: gozó del protocolo destinado a jefes de estado y monarcas. Tres autos lo esperaban: un BMW blanco, un Volvo metalizado y un Range Rover. Seis periodistas pudieron infiltrarse en la pista de despegue para abordar al futbolista.
Maradona declaró a lo Maradona. “Quiero convertirme en el ídolo de los pibes pobres de Nápoles, que son como era yo cuando vivía en Buenos Aires”, dijo sobre su nueva ciudad. “Son como la peste, hay que vacunarse contra ellos, pero ya se van a arrepentir por haberme hecho lo que me hicieron”, dijo sobre los directivos del Barcelona. “Son rumores falsos, me acusan de ser rico, pero mi mente es pobre, porque quedó la misma que tenía años atrás, cuando jugaba por las calles de Buenos Aires”, dijo sobre los trascendidos de su supuesta bancarrota.
Llegó a Nápoles en la camioneta Range Rover. Lo recibió un calor pegajoso y una ciudad ajena. A las cinco y veinte de la tarde conoció el estadio San Paolo, un gigante mudo y desierto. Se dieron un apretón de manos con Ferlaino. Le hicieron unos primeros chequeos médicos. Pidió pisar la cancha. Pateó un tiro libre sin barrera que pegó en el ángulo. Tenía zapatillas blancas, pantalón celeste y remera color crema. Se fue al puerto. Se subió al yate Silfra II del dirigente Antonio Tagliamonte con destino a la isla de Capri veinte minutos después de las siete de la tarde. Sobre el golfo de Nápoles firmó el contrato y celebró la consumación del traspaso con un descorche. El restaurante La Capannina estaba cerrado: cenó tortellini con crema en la trattoria Quisisana. En la madrugada del jueves regresó a Nápoles. Se recostó en la cama de la habitación 212 del hotel Excelsior. Durmió por primera vez en suelo italiano.
Se despertó a las ocho y media de la mañana. Desayunó café con leche, medialunas y jugo de frutas. En la clínica Villa del Sole de la calle Manzoni, en el centro de la ciudad, le extrajeron sangre, lo sometieron a una radioscopia de tórax y le radiografiaron las piernas: era humano. Almorzó langosta asada en manteca -según apunta la crónica detallada de El Gráfico– en el restaurante La Sibilia. La ciudad latía ansiosa. Las calles estaban exaltadas. Era la bienvenida a un hijo nacido en otro lado. “El club de la ciudad más pobre de Europa, y quizás más pobre de Europa, acaba de comprar al futbolista más caro del mundo”, decían los presentadores en televisión. Llegó al estadio San Paolo con una boina aplastando sus rulos y un reloj en la muñeca derecha. Lo esperaban ochenta mil personas, siete temporadas y el olimpo.
Fuente: Infobae