Las mil y una de Sapag
60 puntos de rating, la furia de algunos imitados y la peligrosa cara del éxito
En 1984, Mario Sapag se atrevió a poner en valor un oficio que era mirado de reojo por los humoristas, con un ciclo que lo catapultó a la fama y dejó huella
PARA LA NACIONGuillermo Courau
Cuando Mario Sapag estrenó en canal 9, Las mil y una de Sapag en 1984, tenía más de 25 años de trayectoria. Claro, siempre a prudente distancia, o detrás del mostrador de Polémica en el bar o protagonizando sketches de breve duración en radio o televisión. Es más, su nombre nunca aparecía entre los primeros del elenco, era uno más del pelotón que corría de atrás. Y eso no le gustaba nada.
Y es que el rubro imitadores nunca estuvo demasiado bien considerado dentro de las categorías que engloban a los artífices del humor. En orden de cartel: el actor, el comediante, el cómico, la contrafigura, y recién después venía el imitador. Sin embargo, Mario Sapag, a partir de un programa que en la década del 80 llegó a medir 60 puntos de rating (o eso decía él, los números hablan de picos de 50, que igual es muchísimo) puso en valor el oficio y lo elevó para futuras generaciones.
No fue el primer imitador, claro, entre una larga lista de ilustres precedentes, enseguida surgen nombres como el de La cruzada del buen humor, que parió a Los cinco grandes. Pero Mario era uno solo, para cargar con el peso de un sinnúmero de imitaciones, que encima tenían que ser actuales y populares. Y lo hizo, aun cuando el precio de pasar al frente fuera el de quedar expuesto a viejos colegas, a los que no les gustaba nada que les hiciera sombra; a famosos que no estaban acostumbrados a ser caricaturizados; al poder de turno que, en muchos casos (y como suele suceder) no entendía nada, y a una patota cultural que aborrecía cualquier expresión popular. Del lado del cómico estaba la gente, que lo vio nacer, crecer, y le ofreció ese cheque en blanco que necesitaba para consolidar su figura. Y él les devolvió lo invertido con creces.
El hombre de las mil caras
La predisposición del artista a componer a otros nació mucho antes de Las mil y una de Sapag: “Cuando tenía veinte años, me enfermé de pleuresía y tuve que dejar Bariloche -lugar en el que se instaló la familia, poco después del nacimiento de Mario en San Fernando-. El clima me hacía mal. Entonces, me volví a Buenos Aires. Aprendí el alfabeto Morse y empecé a trabajar como radiotelegrafista en el Ministerio de Comunicaciones. En esa época, tenía veinte años y soñaba. Soñaba con voces. Sí, con voces. Escuchaba la voz de Narciso Ibáñez Menta, de Pedro López Lagar. Y después las imitaba delante de mis compañeros de oficina. Hasta que en el 57 se produce una huelga en el Correo. No había un peso por ningún lado. Entonces, mis compañeros me convencen de que lo vaya a ver a Delfor, que tenía un éxito fabuloso con La Revista Dislocada. Yo no quería saber nada. Pero la necesidad pudo más que mi timidez. Cuando lo vi a Delfor en la radio, respiré hondo y le dije: ‘Señor, yo hago imitaciones’. Y él me contestó: ‘Si me trae imitaciones que ya tengo, no me sirve’”.
El actor tuvo un rapto de lucidez, que marcaría su estilo y el programa que haría 30 años después: imitar a personajes conocidos, o de moda, que no hiciera nadie. Aquella tarde en Radio Belgrano con Delfor, Sapag hizo a Jorge Salcedo y a Antonio Carrizo. Inmediatamente quedó contratado, y comenzó la historia.
Aunque sus caracterizaciones más famosas, como Borges o Menotti, enseguida se asocian con Las mil y una de Sapag, en realidad Mario las había estrenado un poco antes. Amparado por Gerardo Sofovich -con el que a lo largo de los años pasó del amor al odio, y vuelta al amor-, en 1980 hizo, como parte del programa Sábado Nueve, un sketch llamado Noti-Sapag (rebautizado luego como Noti-Ja-Ja). Ahí nacieron las máscaras de Sergio Villarroel, Mario Socolinsky, el periodista José Gómez Fuentes, César Luis Menotti, Raúl Alfonsín y Jorge Luis Borges, entre otras. Sofovich pedía más y más, mientras lo sumaba a otros de sus ciclos, y Sapag cumplía. El actor estaba feliz, los imitados no tanto, el rating acompañaba, los medios empezaban a hablar de él y la gente lo reconocía por la calle. Fue entonces que, promediando 1984, el actor se preguntó: ¿Y si me largo solo? La respuesta dio inicio a un programa icónico en la historia de la televisión argentina. Aunque en ese momento, Mario Sapag no sabía que el éxito siempre tiene dos caras. Y si bien una es hermosa, la otra puede ser muy peligrosa.
Madera de capocómico
Las mil y una de Sapag comenzó en abril de 1984, por la pantalla del Canal 9 de Alejandro Romay, Aunque, nobleza obliga, al igual que con Hiperhumor, no fue el Zar quien le dio luz verde al proyecto, sino Alfredo Garrido, en su breve paso como gerente de programación de la emisora.
Con libreto de Faruk, Basurto, y del propio Sapag, el ciclo comenzó con un impresionante apoyo popular. Lo que el flamante capocómico había sembrado junto a Gerardo Sofovich comenzaba a dar frutos. En el entusiasmo se embaló, y si bien nunca se pudo saber si las caras fueron realmente mil y una, cada semana aparecían nuevas: Roberto Galán, Dante Caputo, Hugo Guerrero Marthineitz, Mister T., José Sacristán, Narciso Ibáñez Menta, o Bernardo Neustadt, entre las más recordadas. También comenzaban a replicarse en la calle las frases que imponía el programa (no hay mejor termómetro de éxito), y además aparecían caretas, álbumes de figuritas o juguetes con la marca. Una verdadera sensación, consolidada por la sorpresiva aparición de personajes famosos, dispuestos a jugar con el imitador. Mariano Grandona, Bernardo Neustadt, Juan Carlos Mareco, Daniel Mendoza, Carlos Saúl Menem, Raúl Alfonsín, Andrea del Boca, Enrique Llamas de Madariaga o Cacho Fontana (El “Ye Cacho”, según Menem-Sapag), entre otros se prestaron a la broma.
Que Sapag tenía ángel y madera para marcar tendencia era evidente, al punto que sus imitaciones (especialmente en esta época), eran más divertidas que precisas. Él mismo lo reconocía: “En relación con mis primeras imitaciones, la diferencia que encuentro es en la voz, ya no me preocupa tanto y la dejo para último momento. Porque la televisión, ¿qué es? Imagen. ¿No es cierto? Bueno, entonces la gente puede perdonar que la voz no esté muy bien. Cuando hago a Neustadt, por ejemplo, lo que busco es imitar su espíritu, como cuando hago a Alfonsín, que pienso que es el pico más alto de mi carrera, igual”. De esta manera, por elevación, el actor le contestaba a los que lo criticaban, marcando precisamente eso como eje.
El inesperado suceso de Las mil y una de Sapag puso en alerta a la competencia, que inmediatamente se preguntó cómo frenar tal avance. Canal 11 confió en Sofovich, él también confiaba, y sin embargo, pasó lo impensado: su exempleado le ganó en rating a la hasta entonces todopoderosa Polémica en el bar. A Gerardo no le gustó nada, Sapag lo vio como una revancha: “Gerardo Sofovich no me dio la importancia que yo merecía -declaraba el actor en 1984-. Él tenía otras figuras importantes en el elenco, que eran las que encabezaban el programa. Pienso que artísticamente, el cartel que yo merecía, nunca me lo dio. En ese sentido, atrasó el momento de mi consagración. Y yo acumulé, y acumulé, y de pronto estallé”.
Conforme avanzó el ciclo -fueron cinco temporadas, cuatro en el 9 y una en el 11, en la década del 80-, el actor pasó del casi anonimato a estar en boca de todos. Especialmente en la de sus detractores, que no tardaron en aparecer.
Cuidado con las imitaciones
Pasado el enamoramiento de los medios con Las mil y una de Sapag, comenzaron a surgir rumores de que su creador se había vuelto soberbio y maltratador. Incluso que había llegado a echar gente por no hacer lo que él quería. Sapag siempre se defendió de tales acusaciones, explicando cómo era su método de trabajo.
“Si ser recto en el trabajo, si ser profesional, si ser estudioso y respetuoso con el público, significaba tener mal carácter, bienvenido sea ese mal carácter. Yo me exigía mucho y de ahí partía mi exigencia hacia los demás, que podían ser autores, actores, escenógrafos, o musicalizadores. Posiblemente me desgasté bastante con esos enfrentamientos, pero supervisaba todo. Todo pasaba por mis manos. Yo no despedí a nadie. Simplemente le llamaba la atención y al que no le gustaba lo que yo decía, se iba. Todas las personas que son exigentes tienen problemas. Como protagonista de mi propio ciclo, lo tenía que defender, y eso fue lo que hice. Me fijaba en todos los detalles, me costaba delegar. Me quería aferrar a ese éxito, a esa oportunidad que me daba Canal 9 y la única forma era la de ser serio, mirá qué simple”, asumía.
Los conflictos con las imitaciones de Sapag comenzaron incluso antes de lanzarse el programa. Ya en la época previa, en tiempos de Operación Ja Ja, un furioso César Luis Menotti exigió que su personaje desapareciera del ciclo. “Su enojo hizo que la imitación se volviera mucho más popular. Fue a ver al interventor del canal para que paráramos. Le molestaba que yo apareciera con un montón de cigarrillos en la mano”, explicó. La sangre no llegó al río, y en tiempos de Las mil y una…, el DT terminó como invitado en un mano a mano con su sosías, moderado por José María Muñoz.
Otro conflicto, bastante más pesado, se había dado en 1981 con Jorge Luis Borges aunque, más que con el escritor con quienes, desde el poder militar, se arrogaron el derecho de hablar por él. El caso tomó tal estado público, que hasta el mismo protagonista lo comentó. Así lo contaba Clarín Revista en un informe sobre censura en los medios, publicado el 29 de mayo de 1983: “El 4 de julio de 1981, el ente estatal obligó a levantar un sketch de un programa cómico en el que el actor Mario Sapag imitaba al célebre escritor. Ante las consultas de la prensa, el titular del COMFER, general Roberto Emilio Feroglio, justificó la medida afirmando que la imitación era ‘un atentado al patrimonio cultural de la Argentina’. El escritor, por su parte, cuando se le preguntó si estaba de acuerdo con la decisión, retrucó: ‘Yo no soy tan necio. En verdad, esto demuestra la hipertrofia del Estado. El Estado se mete en todo. Este es un país de funcionarios públicos que tienen que ver con todo, opinar sobre todo, decidir sobre todo’. Sapag cuenta que, para hacer la imitación, tomó como leitmotiv una frase donde le hacía decir al escritor: ‘Le agradezco que haya venido a mi casa’. El mismo tono asomó cuando Borges comentó la noticia: ‘Fíjese que ese buen hombre se tomó la molestia de parecerse a mí, y ahora por eso pierde su trabajo’”.
Ni siquiera sus colegas tuvieron una mirada unánime. José Marrone no vio con buenos ojos la imitación de Pepitito, ni Alberto Olmedo la de Rucucu. De acuerdo a información de la época, con el primero se llegó a un acuerdo, abogados mediante: el personaje siguió con aquello de “me saco el saco, me pongo el pongo”, pero bajo el nombre de Sapagito. Lo de Olmedo fue más original, quemó en cámara la ropa de Rucucu demostrando que no lo iba a hacer nunca más, y abrió su ciclo de No toca botón con un sketch llamado “Las mil y una de Olmedo”, donde imitaba a Neustadt y a Caputo; pero no a los reales, sino a las caricaturas del propio Sapag. Otra indignada fue Tita Merello: “una caricatura grotesca, lo que hace Sapag no es imitación, y ya se está transformando en una falta de respeto. No entiendo cómo quiere imitarme frente a las cámaras de televisión con una peluca ridícula y con poses que no son mías, su imitación es absurda y sin nada de profesional”. A favor del cómico hay que decir que a él tampoco le gustaba hacerla.
Pero la pelea más grave del artista no fue con una estrella, sino con un colaborador. Natan Solans, responsable de las máscaras del programa, se cansó, pegó el portazo y se fue a trabajar con Sofovich, o sea, la competencia. Algunos dicen que porque le pagaban mejor, otros porque parece que a su jefe no lo aguantaba más. “El problema no fue conmigo, sino con el Canal 9”, se defendía Sapag entonces, pero en la misma nota, hablaba de una caracterización en particular: “Generalmente eran máscaras. Lo único arriesgado eran unas inyecciones que me aplicaban en el labio para hacer el personaje de Hugo Guerrero Martinheitz, pero el efecto duraba una hora y después disminuía la inflamación”.
El rumor se expandió tanto, que llevó a una respuesta lapidaria de Solans, resumida en la tapa de la revista Siete Días: “Mis máscaras no provocan cáncer, como cuenta él. Jamás le inyecté nada para hincharle los labios. Yo lo saqué del mostrador de Polémica en el bar. Era un cómico del montón hasta que me encontró a mí. Se quedó con mis pelucas”.
Las mil y una de Sapag creció demasiado rápido, y Mario Sapag con ella. Le fue tomando tanto el gustito a sentirse poderoso, como para aceptar una propuesta de la revista Libre a todas luces descabellada: disfrazarse de Dante Caputo, y burlar la custodia presidencial de Raúl Alfonsín.
A lo largo, a lo alto, y a lo ancho
“Estaba haciendo teatro con Guillermo Bredeston y Nora Cárpena, donde hacía imitaciones del presidente Alfonsín, del gobernador de La Rioja, Carlos Menem, y del canciller Caputo. Editorial Perfil me propuso intentar entrar en la residencia presidencial de Chapadmalal caracterizado como Caputo con el argumento de hacer divertir un poco al Presidente. La verdad es que me negué dos veces, pero acepté la tercera, me caractericé y fuimos. Pasamos las dos primeras guardias sin problemas, ni siquiera me pidieron credenciales, y en la segunda barrera hasta me saludaron con la venia militar. Pero un Teniente Coronel que era el jefe de la custodia me reconoció y me dijo: `Está bien, señor Sapag; sabemos que es usted porque el canciller Caputo está en Francia’‘’. Fue el 28 de diciembre de 1984, el Día de los inocentes.
Cuando la humorada se transformó en escándalo, el actor quiso poner paños fríos. Decía en un reportaje a TV Guía: “Fui a invitar al doctor Alfonsín, caracterizado como el canciller Caputo, para la función de teatro del Hermitage. No lo encontré porque me dijeron que en esos momentos el presidente estaba caminando. Así que regresé, eso fue todo. No tenía segundas intenciones, ni pensé que se le iba a dar semejante dimensión, hasta que leí los diarios. Si en algún momento tengo la oportunidad de ver al presidente, le voy a explicar lo sucedido. No a pedirle disculpas, porque mi intención fue solo invitarlo y saludarlo”. Cuando bajó la espuma, el actor le mandó una carta pública al presidente, disculpándose.
Luego de dos primeras temporadas muy exitosas, la estrella de Las mil y una de Sapag comenzó a menguar: “Llegué a 60 puntos rating, y el promedio me acompañó hasta 1987. Y hubiera seguido así, de no haber sido por Romay, que me sacó de los martes y me llevó el programa a los domingos. Fue un error garrafal, pero bueno, es humano y se equivoca. Estuve cuatro años en el 9 y le di mucho rédito al canal, el país se paraba para verme”. El programa continuó hasta mediados de 1988 en Canal 11. Luego, el formato volvería con otros títulos, como Viva Sapag, El humor es más fuerte o Imitaciones peligrosas.
Si bien Mario Sapag nunca llegó a tener el mismo éxito, hasta su muerte en abril de 2012, siempre se sintió orgulloso de que Las mil y una de Sapag marcara una bisagra en el rubro. Y tenía razón: Nito Artaza, con Bocanitos de Artaza; Miguel Ángel Rodríguez, con Los Rodríguez; Freddy Villarreal con La risa es bella; o Campi, con NotiCampi, fueron sus principales y legítimos herederos. Continuadores de un camino por el que Mario Sapag peleó, y se entregó de lleno, dando lo mejor de su arte. Una y mil veces.
Por Guillermo Courau
Fuente: La Nación