A los 97 años fundó un grupo para personas longevas
Lo hizo para compartir vivencias y resignificar la vejez: así nació “Noventa y contando”
El grupo de nonagenarios y nonagenarias que se reúne quincenalmente es un éxito en las redes y tiene su propio podcast
Por: Ariana Budasoff
Los integrantes del grupo «Noventa y contando»
“Hola, mi nombre es Alberto, soy un médico de 97 años y estoy intentando formar un grupo de siete u ocho personas de más de 90 años para intercambiar la experiencia de por qué y cómo hemos llegado a una edad tan avanzada. Seguramente hablaremos de la relación con la familia, con la sociedad, el descanso, la comida y cualquier otra cosa que nos resulte interesante y útil. Yo dejo abajo mi correo y por favor los que tengan interés escríbanme y ampliaré esta información”.
Los que tenían interés eran miles.
Parado frente a cámara, con una remera a rayas, un pantalón beige y un mensaje concreto, Alberto Chab se lanzaba al ciberespacio con la ayuda de una de sus nietas, Zoe, que a mediados de 2024, cuando lo ayudó a filmar y publicar el video en TikTok tenía 17 años.
La idea había surgido en una cena familiar cuando Alberto, psicoanalista, le comentó que tenía ganas de conocer personas de su edad, no para hacer terapia sino para compartir experiencias pasadas y presentes que no puede compartir con los jóvenes.
—Para charlar de común acuerdo, interviniendo yo también con mis cosas, lo que en una sesión de terapia el terapeuta no puede hacer porque solo escucha y después, eventualmente, interpreta —aclara del otro lado del teléfono y pide que lo tutee “así no me siento viejo”.
“Quiero reunirme con gente para intercambiar cosas que ustedes, los jóvenes, no conocen” —le dijo a su nieta—. “Si yo les hablara del colchonero no saben lo que es, o si les hablo del deshollinador o del lechero que venía con la vaca y te servía la leche en el momento, ordeñándola. Son cosas muy emocionantes de nuestra infancia que las tenemos muy presentes pero no tenemos con quién comentarlas. Quisiera hablar de eso, de los juegos infantiles, de lo que hacemos en un día desde que nos levantamos hasta que nos acostamos”.
—Le conté esto y ella me dijo: “Bueno, yo te hago un videito y conseguís la gente”.
Cuando su nieta publicó el video, lo que sucedió desconcertó a Alberto.
—Me llegaron alrededor de 1.500 correos y miles, decenas de miles, de respuestas.
Desde mensajes de felicitación de personas de todas las edades y todos los puntos del país, hasta pedidos de que creara un grupo virtual para que pudieran participar en otras ciudades, en otras provincias.
—Un tsunami que yo no entendí y sigo, aún hoy mismo, sin entender. Una repercusión tremenda. Evidentemente debo haber puesto el dedo en la llaga en algo que estaba faltando y que nadie hacía: ocuparse de los gerontes.
A menos de un año de ese momento, de ese video, el grupo tiene nombre, tiene integrantes, tiene Whatsapp, tiene sitio y periodicidad de reuniones, tiene redes sociales donde son un hit y tiene, incluso, su propio podcast.Con 97 años, Alberto Chab, psicoanalista, tuvo una idea: formar un grupo de personas de su edad para compartir e intercambiar experiencias. Una de sus nietas lo ayudó a filamar un video, lo subió a TikTok y se hizo viral
Noventa y contando
Guadalupe Camurati tiene 26 años, es diseñadora gráfica “pero también productora, notera, periodista, depende el día”, y creadora de contenido digital. Cuando vio el video de TikTok de Alberto trabajaba para el portal de noticias de Luzu TV y, como tantos periodistas, quiso hacerle una nota a él y a los que formaran parte del grupo que quería crear. Quiso ir a una reunión, conocer a los integrantes y ser testigo de esa experiencia desde el inicio.
—Me contacté con Alberto en el momento que salió el video que subió su nieta, Zoe, que se hizo viral en TikTok, de la misma forma que se contactaron millones, un montón de periodistas y canales. En su momento una persona lo había ayudado y le puso una respuesta automática en el mail y me respondió con eso. No me di por vencida, esperé a que bajara un poco la ola y lo volví a contactar. Pasó un tiempo y me respondió él con su número de teléfono.
El grupo se había conformado y Guadalupe le pidió a Alberto asistir a la primera reunión, él le dijo que sí y le pidió si podía conseguirle una cámara que la registrara. Ella se encargó.
—Conseguí una filmmaker que fuera gratuitamente a grabar la primera reunión y me quedé yo también. Salí muy sensibilizada por todo lo que había escuchado. Todos los integrantes se estaban conociendo, fue muy fuerte para mí y para ellos. Y cuando terminó Alberto planteó que él quería difundir el proyecto, digitalizarlo, expandirlo para que se hiciera conocido y se replicara. A mí se me ocurrió digitalizarlo a través de un podcast y filmarlos, me pareció la manera más fácil en la que ellos podían acostumbrarse a la idea de las cámaras y las preguntas, y sacar clips de ahí para redirigir. Nadie había hecho un podcast de personas de 90 años, así que pensé que era una manera gratuita y fácil de difundirlo.
A partir de ese momento Guadalupe comenzó a ir a todas las reuniones, que son quincenales, a conocer a los integrantes del grupo. Y, un par de meses después, los empezó a grabar según los ejes y temas que veía que a cada uno le interesaba de acuerdo a las cosas que decía o planteaba en las reuniones, que siempre giran alrededor de una premisa, una consigna brindada por Alberto que oficia de coordinador.
Ella explica que el formato grupal era imposible para un podcast entonces, como son diez miembros y Alberto que modera, propuso que cada uno tuviera un episodio acompañado por él. Finalmente produjo 13 “porque hicimos alguno que otro más experimental”, y los subió a Spotify. “Cuando lanzamos el podcast estuvimos entre los más escuchados de cuatro países, como México y Chile”, cuenta.
Afinando esa idea, subiendo recortes de esos videos y contenidos a la cuenta de Instagram que ella creó, a la que nombró “Noventa y contando” y en la que ya tiene más de doscientos mil seguidores, trabajado completamente ad honorem —a pulmón, reenganchadas— junto a tres editoras de video para alimentar la plataforma, se volvió la host de la digitalización del grupo que creó Alberto y que, a partir de este año es alojado por una productora mayor para que ellas puedan poner en valor su trabajo y hacer que siga funcionando.
Además de convertirse en un proyecto laboral Guadalupe dice que fue adoptada por ellos como nieta postiza: “Yo no crecí con mucha referencia de abuelos ni con el amor de adultos mayores, lo fui generando, honestamente, con ellos, el año pasado, así que para mí fue muy transformador”.
Decidió llamar al proyecto digital “Noventa y contando” por la idea inicial de Alberto: “noventa y contando experiencias”, explica, “pero también noventa y contando años, porque siguen sumando años, entonces se trata de mostrar que se puede llegar a los noventa con esta vitalidad, que no todo el mundo está encorvado, empotrado en la cama sin poderse mover a esa edad, hay gente que está muy bien y muy activa. Es cambiar un poco el concepto de la vejez, el concepto de todo este universo”.Mabel, 92 años: «Yo no me veo como una anciana. Me imagino a una anciana toda jorobadita, con bastoncito, que no se puede mover sola. Entonces me considero una adulta mayor. Yo me puedo mover sola, ando en colectivo, hago de todo: trabajo, doy clases de inglés virtuales y presenciales. Tengo una vida muy interesante, muy activa»
Un casting difícil
Desde que se formó hasta hoy, el grupo de personas que vivieron el último siglo casi completo lleva unas 14 reuniones que solo interrumpieron por vacaciones. Las primeras las hicieron en un coworking de Vicente López, “una oficina enorme a todo lujo, donde nos servían café, tenían grabación, todo”, describe Alberto, pero luego, para facilidad de la mayoría de los integrantes que viven Capital, lo comenzaron a hacer en el SUM del edificio de Alberto.
Lo integran cinco varones, cinco mujeres y Alberto como coordinador. “Coordinador, no terapeuta”, enfatiza. Todos tienen más de 90 años, todos son jubilados, aunque algunos, como Alberto, siguen ejerciendo su profesión. Entre ellos hay un farmacéutico, un médico, un joyero, una profesora de inglés, amas de casa. Todos tienen hijos, nietos, “y algunos, para envidia mía, bisnietos”, dice Alberto. Para elegir a los miembros él y su pareja, Mari, dispusieron varios filtros porque la tarea era ardua.
—La elección fue muy difícil, no porque no hubiera gente sino todo lo contrario, porque fue tal la cantidad de personas que quería ingresar a un grupo como este, que se ve que nunca existió en ningún lado, que había muchas propuestas, inclusive del interior, gente que me pidió hacerlo por las redes, pero yo decidí que por ahora solamente iba a ser presencial. Entonces, de 1500 correos que recibimos la primera vez, primero elegí a los que vivían acá cerca y podían concurrir; después separamos los que escribían por el abuelo, el tío o el amigo y dejamos a los que escribían por sí mismos; y después lo que tenían la lucidez suficiente, porque dado que íbamos a intercambiar cosas pensamos con mi pareja que tenían que ser personas lúcidas. A pesar de eso quedaron una cantidad. Después seleccionamos un poco al azar diez integrantes que son los que hay ahora.
Cada dos semanas, antes del encuentro, Alberto manda por el WhatsApp grupal una consigna o tópico a modo de disparador para la reunión, para que puedan pensarlo con anticipación. Y también algunos enigmas para resolver, desafíos para ejercitar la mente y poner en común.
—Y [en los encuentros] hablamos de nuestras cosas, de cosas serias. Ni jugamos al truco, ni tomamos el té, cada uno dice lo que quiere, a partir de ciertas premisas. Ya hablamos de la gimnasia, de la alimentación, de la relación con el entorno, de la sexualidad, que la gente joven cree que estamos marginados y no es así. Yo lo coordino, no hago ninguna interpretación de nada, simplemente pregunto, opino sobre lo que cuentan los demás y los demás sobre los que cuento yo.
En el último encuentro la propuesta fue contar episodios importantes que cambiaron, de una u otra manera, el rumbo de sus vidas, situaciones, personas o circunstancias que los llevaron a dar un giro inesperado.
Alberto compartió el suyo: cuando él comenzó a trabajar, hace 60 años, era terapeuta de chicos. Dice que siempre había disfrutado de trabajar con ellos y que estaba desbordado de pacientes porque hay —o había entonces— pocos analistas varones dedicados a las niñeces. Hasta que un día un niño de unos 7 años a quien estaba atendiendo le pidió ir al baño. Él atendía en su departamento, en el cuarto piso, y el baño tenía salida a un pequeño patio con una especie de balcón interno. Desde ahí escuchó la amenaza que le congeló la sangre: “Alberto, Alberto, me voy a tirar por el balcón”. Una correntada de sudor frío lo recorrió. No estaba dispuesto a averiguar si se trataba de un juego o si el niño podría en verdad saltar. Ningún libro le había enseñado qué hacer en esa situación y atinó a no responderle, a quedarse mudo, lo que al niño, que seguía con su amenaza, le extrañó. Eso logró que termine por acercarse al sitio donde estaba Alberto, que lo agarró rápidamente de la mano y cerró la puerta con llave.
—A partir de ahí decidí que, aunque me gustaba mucho, no iba a trabajar con chicos nunca más. Y empecé a trabajar con adultos. Eso cambió el sentido de mi vida porque sino a lo mejor yo hubiera seguido siendo terapeuta de chicos.Jacobo «Fito» Fiterman (94): «Mis padres eran inmigrantes, vinieron de Polonia, eran judíos, y me pusieron el nombre de mi abuelo, Jacobo. Cuando me voy a anotar a la escuela el maestro me dijo: «¿Jacobo? Ese no es un nombre para un chico». El primer certificado de estudios que tuve fue a nombre de Juan Carlos Fiterman. A partir de ahí me empezaron a llamar «Juancito». Pero cuando tuve 13 años tuve una gran vocación por hacer un liderazgo en la colectividad judía. Cuando voy a encontrarme dije mi nombre: Jacobo. Y ahí me pusieron «Fito» por Fiterman. A partir de ahí siempre me dijeron por mi sobrenombre con el que me identifico
Hoy, con 97 años, Alberto sigue atendiendo. Antes de esta conversación estaba con pacientes. Ya no lo hace diez horas por día, dice, sino diez horas por semana.
—Dos horas por día, una hora, tres horas. Me llama mucha gente y, a raíz de todo este maremagnum de cosas, me llaman más y yo derivo, no tomo pacientes nuevos. Pero trabajo porque me gusta hacerlo y además obviamente completo mis ingresos no lo hago ad honorem como el grupo, en el grupo no cobro un solo centavo y dedico, dedicamos con Mari, mi pareja, muchas horas a desgrabar las reuniones.
—¿Graban todas las reuniones del grupo?
—Sí, de una manera bastante casera, con mi celular. Yo tengo un iPhone que graba bastante bien. Y obviamente que no desgrabo las sesiones completas porque serían unas ocho o diez páginas, pero hago una síntesis de más o menos 200 a 300 palabras indicando: se habló de esto, se habló de lo otro, de manera tal que cuando yo mando a todos los integrantes la síntesis de la reunión ellos lo puedan hablar con su familia, con sus amigos. Porque no es nada secreto y contribuye enormemente al vínculo de la gente. Porque bueno, vos sabés tan bien como yo que los jóvenes ahora dicen: “Qué tal abuelito; todo bien, todo bien” y se ponen con su celular, con sus cosas. Entonces esto genera un tipo de vínculo que la gente agradece mucho.
Alberto cuenta que en diciembre hicieron “una reunioncita” en el SUM de su casa para despedir el año a la que los miembros del grupo podían invitar a familiares o amigos. “Y vos vieras la gente, estaba tan contenta, pero tan contenta de compartir eso con otros parientes, fue lindísimo”.Nélida (94): «Me gustan las mujeres que trabajan —que ahora todas trabajan—, eso te da una independencia muy grande. Eso es lo que me gusta de esta época, sobre todo, que la mujer trabaja a la par del hombre. Se mantiene. Y puede decir «Esto no va más» a un hombre aunque tenga cuatro hijos, tres, cinco. Pero ella puede, con su sueldo, ser tan libre de decir: «Yo no te quiero más, ya no va, me voy». Antes ¡cómo ibas a hacer eso! Y tus padres, ¡qué te iban a decir! Y la sociedad. ¿Qué hacías? Callarte»
Una filosofía de vida
“Cuando tenía 87 años, es decir hace poco, me encontré con alguien por la calle que había conocido cuando yo tenía 14 y él 17, en Mar del Plata. Habíamos estado en un grupo viéndonos todos los días, en la playa, a la tarde. Y luego no lo había visto nunca más —dice Mabel, 92 años, en un video de Instagram—. Pasaron 72 años y de repente me lo cruzo en la calle y lo reconocí instantáneamente. Era un día que yo tenía mucho que hacer, venía de un coro, no tenía tiempo de saludarlo, así que seguí viaje a mi casa. Al día siguiente, caminando por el mismo lugar, lo volví a encontrar. Ahí tuve tiempo y entonces me paré, lo saludé y le dije: “¿Vos sos tal?”, “Sí, yo soy, ¿vos quién sos?”. Y ahí se ingenió para pedirle al nieto, a la hija, que me buscaran, me encontraron en Facebook, me mandaron un mensaje, nos comunicamos por teléfono y resultó la coincidencia que durante 40 años había vivido a una cuadra de mi casa. Parece cosa del destino. Nos empezamos a ver una vez por semana, a salir a caminar por el barrio, al Botánico, al Parque Las Heras, hasta que dos meses más tarde me dijo que me quería. Duró un año porque luego falleció, pero fue muy lindo”.
Mabel dice que no entiende cuando las personas de 50 años que rompieron con sus parejas dicen que el amor para ellos es una etapa cerrada, que están grandes para eso.
“Es que, ¿saben lo que pasa? Es una concepción universal, una concepción abierta. Yo puedo decir que soy ateo pero no dejo de ser judío. Parece una contradicción. Es una cosa interesante porque es una cosa ideológica, si se quiere una concepción social, una concepción divina”, reflexiona Jacobo “Fito” Fiterman (94), en el episodio del podcast que habla sobre ser judío y la religión en general.
“Hola, soy Nélida, tengo 34 años. ¡94!, ¡34 quisiera tenerlos!” —dice a cámara y estalla en una carcajada por el furcio que le brotó con la más absoluta naturalidad. Y va de vuelta—. “Hola, soy Nélida, tengo 94 años y estoy muy feliz con todo lo que he logrado: con mi familia, con mis amigos, que aún me quedan algunos de mi época, de la infancia. Todavía me interesan las cosas. Me gusta ver la tele, me gusta leer, estudiar Italiano me encanta. Estoy muy feliz con toda la familia que tengo, con mis hijas, sobre todo, que se ocupan tanto de mí. No puedo decir más que gracias. Bienvenido a noventa y contando. Escuchá mi episodio, porque por ahí te gusta, y suscribite, dale like y compartí”, —dice y tira un beso con la mano.
Vivir una historia de amor adolescente a los 87; la religión; ejercicios para mantener las articulaciones lubricadas y flexibles; los embarazos deseados y el aborto; son algunos de los temas de los encuentros que luego se vuelcan en el podcast de “Noventa y contando” y en videos es sus redes. Un proyecto que superó con creces las expectativas de Alberto cuando le dijo a su nieta en esa cena que quería conocer personas de su edad para intercambiar experiencias. Cuando quería hacer algo lejos de la terapia, del análisis, que, de otra manera, también les resulta terapéutico.
—De repente me doy cuenta, porque yo no lo sabía cuando inventé esta posibilidad de reunirnos, de que termina siendo terapéutico porque la gente toma cosas de los demás: el que nunca meditó, medita o hace un poco más de gimnasia o lee un viejo libro que leyó hace 70, 80 o 90 años. Hay gente que se puso a escribir cosas que siempre habían pensado, no para publicar sino simplemente para crear, para tener siempre algún proyecto, o estudia un idioma nuevo, o hace algo que nunca había hecho. Entonces en el grupo, cada uno a su manera, va creciendo internamente.A menos de un año de haber comenzado, el grupo de personas nonagenarias lleva 14 reuniones quincenales, tienen miles de seguidores en Instagram y sacaron la primera temporada de un podcast que promete una segunda
La pregunta es infaltable. Quizás —seguro— un lugar común, pero infaltable. Antes de llegar a esbozarla, Alberto dice:
—Mucha gente me pregunta cuál es “el secreto” que yo tengo para llegar a esta edad como estoy, lúcido y vital. Y yo digo que no es una sola cosa sino muchas. Soy vegetariano, hago gimnasia todos los días, medito con mi pareja, caminamos diariamente cuatro o cinco kilómetros. Pero además de eso hay algo que tuve internalizado desde chico y que creo que me ayudó toda mi vida, en todas las circunstancias, y es un antiguo concepto sefaradí [N. de la R.: se entiende por sefaradí a las personas o prácticas culturales judías que tienen su origen en España, Portugal, el norte de África y partes de Medio Oriente—. Mis padres eran de Damasco y me transmitieron esta idea que se llama Kapará. Que quiere decir algo así como “No te calentés por las cosas porque podrían haber sido peor”. Si uno se cae, tuvo algún inconveniente, le robaron, se lastimó, lo que fuera, uno dice: “Bueno, Kapará”. Que no quiere ser una negación, sino más bien pensar: “Bueno, esto va a pasar”. O “podría haber sido peor”.
Y sigue con un argumento científico o, más bien, mostrando cómo todo, o casi todo, puede manejarse desde la cabeza.
—Entonces lo que produce el estrés, el cortisol, disminuye. Y el estrés es lo que nos deteriora tanto que termina arruinándonos la vida. Todo funciona en un sistema interno de de cortisol, de hormonas y de neurotransmisores que, bajándolos con la meditación o con una idea conceptual interna, te permite seguir adelante. Kapará quiere decir: “Bueno, te pasó esto, la próxima vez vas a tener más cuidado, o lo vas a hacer mejor”, una cosa así; con lo cual uno suspira y puede seguir viviendo.
Con este concepto, asegura, evita martirizarse pensando “por qué me habrá pasado esto a mí”. Así, en sus primeros 97, Alberto solo se pregunta qué misterio de la vida habrá hecho que fuera él el que “apretara el botón rojo” y se volviera, sin imaginarlo, artífice de este grupo que es un disfrute y lo mantiene, como tantas otras cosas, ocupado, joven y feliz.
Fuente: Infobae