Nuestra historia
Menem es electo presidente – 14 de mayo de 1989
Autor: Felipe Pigna
El año 1989 se inició con una terrible sequía que comenzó por los ríos y los diques y pronto dejó sin energía eléctrica a gran parte del país. Surgieron los cortes programados y proliferaron los generadores eléctricos.
La sequía se fue extendiendo hacia los bolsillos, que rechazaban los derretidos australes y se inclinaban por los dólares. Todos vaticinaban que el “Plan Primavera”, lanzado por el ministro de economía Juan Vital Sourrouille, no pasaría el invierno, pero en verdad no llegó ni al otoño. En febrero de 1989 se produjo un verdadero golpe de mercado, cuando los principales grupos económicos le retiraron su apoyo al presidente Alfonsín, mediante el retiro de sus depósitos de los bancos, la retención de las divisas producidas por las exportaciones y la demora en el pago de sus impuestos.
El 23 de enero de 1989, militantes del Movimiento Todos por la Patria (MTP), liderados por uno de los ex jefes del E.R.P., Enrique Gorriarán Merlo, intentaron copar el Regimiento 3 de Infantería en La Tablada. Los guerrilleros entraron a sangre y fuego pero fueron rodeados rápidamente por fuerzas policiales y del Ejército y quedaron atrapados en el cuartel. Tras casi treinta horas de asedio, transmitidas ininterrumpidamente por la televisión, fue aceptada la rendición, que había sido solicitada varias veces por los ocupantes. El saldo fue de 35 muertos y varios detenidos.
Mientras tanto, dos diputados justicialistas, Guido Di Tella y Domingo Cavallo, de gira por el exterior, hacían curiosas declaraciones. El futuro canciller de Menem hablaba de un dólar “recontra-alto” si ganaba el peronismo y el padre de la convertibilidad decía que si su partido llegaba al poder no pagaría la deuda externa. Estas palabras tuvieron el efecto de baldes de nafta en un incendio: los que pudieron se lanzaron a comprar dólares y los acreedores externos aumentaron su presión sobre Alfonsín. Todo estalló en mayo en el último tramo de la campaña electoral.
El salario comenzó a desmaterializarse. Los productos eran remarcados en los supermercados en el trayecto de la góndola a la caja. Mientras los especuladores compraban dólares y la clase media fideos, una gran mayoría entraba en estado de desesperación. Se produjeron saqueos en Rosario y el Gran Buenos Aires. El gobierno radical estaba desbordado por los hechos y se había quedado hasta sin discurso.
Grupos perfectamente organizados, vinculados con el sector carapintada del ejército, incentivaron los saqueos y fomentaron la guerra de pobres contra pobres, promoviendo en las villas la creación de grupos de autodefensa contra hipotéticos ataques de otros villeros.
En este clima, se desarrollaron las elecciones nacionales, convocadas para el 14 de mayo. El ganador fue Carlos Menem que proponía que lo siguieran hacia la “Revolución Productiva” y el “Salariazo”. Pero para la entrega del poder faltaba una eternidad. ¿Cómo llegar al 10 de diciembre? Comenzó a sonar nuevamente la palabra ingobernabilidad y el presidente Alfonsín decidió renunciar a su cargo y adelantar la entrega del poder para el 8 de julio. Menem puso condiciones y se firmó un acuerdo por el cual el radicalismo se comprometió a avalar las profundas reformas que se propuso ejecutar el peronismo sobre las ruinas del Estado benefactor.
Probablemente de haber triunfado el candidato radical, Eduardo Angeloz, las cosas no hubieran sido muy distintas porque la reforma estructural venía impuesta desde afuera y parecía inevitable. Durante los primeros meses de 1989 se reunieron en Washington funcionarios del Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional, del Departamento de Estado y del Tesoro de los EEUU, los ministros de finanzas de los países más poderosos del mundo agrupados en el G-7 y los presidentes de los bancos internacionales más importantes. Las conclusiones de estas reuniones quedaron fijadas en el llamado Consenso de Washington. Allí se decía que “ayudarían” con créditos a los países de la periferia en la medida que aplicaran durísimas políticas de ajuste, terminaran con la expansión del Estado, se desprendieran de las empresas estatales, facilitaran la instalación de empresas extranjeras y redujeran el déficit fiscal.
El presidente Menem ofreció el Ministerio de Economía a la empresa Bunge & Born, de la que Perón había dicho treinta años atrás: “Bunge & Born ha explotado el campo argentino durante cincuenta años, pagando precios irrisorios y ha sacado enormes beneficios con la comercialización del trabajo y la producción ajena merced al apoyo pagado a los funcionarios del gobierno, han conseguido alzarse con el santo y la limosna. Estos pulpos suelen tener hasta el dominio de los gobiernos, cuando éstos están formados por amanuenses y vendepatrias”. 1
El menemismo expresó la alianza de la burguesía prebendaria local más concentrada con el capital financiero internacional. Lo poco que quedaba de aquel Estado benefactor fundado por el líder del partido de Menem, resultaba un escollo para el afán desmedido de lucro de estos grupos que, tras una prolongada y costosa campaña mediática, fueron convenciendo a la población de que Videla tenía razón cuando decía “achicar el Estado es agrandar la nación”.
Y si Videla tenía razón, ¿por qué habría de estar preso? ¿Por qué no indultarlo y terminar de ganarse la confianza del establishment, que guardaba por el general y sus camaradas de genocidio el reconocimiento que se tiene por los benefactores de los propios intereses? Y así la sociedad argentina se quedó ante todo sin dignidad. Se quedó sin YPF, pero también sin hospitales. Sin flota mercante propia, pero también sin trenes. Sin gas, pero también sin escuelas dignas para sus hijos. Sin aviones, pero también sin Corte Suprema de Justicia. Venían por el Estado y se lo llevaron para remodelarlo y devolverlo vaciado de todo contenido social y solidario.
A un altísimo costo, el país se modernizó, mejoraron los servicios, progresaron las comunicaciones y se logró la estabilidad de la moneda a cambio de triplicar la deuda externa. El lugar de lo político volvió a ser cuestionado, ya no por trasnochados generales, sino por la gente común que fue aceptando y haciendo suyo el discurso del poder que proponía que la política y los partidos son la misma cosa. Nadie quería hacer política, aunque la política hiciera cualquier cosa con ellos, y lógicamente, la política fue quedando en manos de los políticos llamados profesionales.
Como se sabe, todo profesional que se precie cobra por sus servicios y puede, dependiendo de su grado de profesionalismo, obrar contra sus convicciones cuando está en juego su carrera personal y sus negocios. La corrupción fue el precio pagado por la venta de conciencias de muchos parlamentarios y funcionarios de los partidos mayoritarios que habían ingresado a la política luchando por la patria justa, libre y soberana y gritando consignas como “patria sí, colonia no” y “que se rompa pero que no se doble”.
Mientras Alem, Yrigoyen, Perón y Evita se revolvían en sus tumbas, comenzaron a convencerse entre ellos de que el voto era un cheque en blanco que les daba la ciudadanía y que a partir del escrutinio los votantes perdían todo derecho a reclamo. Dejaron de escuchar a su pueblo y la división se fue ahondando. No los conmovieron las marchas, las lágrimas de dolor frente al trabajo perdido, la casa y los campos rematados, la fábrica cerrada, los hospitales sin insumos y hasta intentaron cambiar los días de sesión para no toparse los miércoles con los jubilados que les recordaban su impudicia exhibiendo sus recibos de sueldo que no alcanzaban los 140 pesos, mientras ellos corrían presurosos a gastar una cifra similar en algún almuerzo que se harían reintegrar gracias a los fondos reservados.
Pero aquella clase política, empleada del poder real no había nacido de un repollo. Era producto de esta sociedad que la toleró mientras estaba distraída con el uno a uno, con el supuesto confort y otra vez, como en los años del horror, dejó hacer creyendo que ésa era la mejor garantía para perpetuar la ilusión.
Hubo que esperar hasta que los signos de la devastación fueran demasiado evidentes como para que el número de afectados fuera tan grande que incluyera casi a todos los entusiastas votantes que en el ’95 cambiaron el futuro de sus hijos por la cuota de la licuadora.
Y está muy claro que la Historia cambió pero no tanto como para olvidarnos de que la democracia es una base formal a la que hay que darle contenido cada día, para que la igualdad ante la Ley no sea una mera declamación y la igualdad de oportunidades no suene a utopía. Para todo esto la memoria, una de las víctimas de estas dos décadas, es fundamental. La memoria nos ayuda a no repetir errores, la memoria nos ayuda a entender a dónde vamos, porque nos recuerda de dónde venimos. La memoria, en fin, nos recuerda nuestros principios.
Referencias:
1 Juan D. Perón, Los vendepatria. Las pruebas de una traición, 1958.
Fuente: www.elhistoriador.com.ar