Nuestra historia
Tita Merello, mito perdurable
Laura Ana Merello, más conocida por su nombre artístico, Tita Merello, nació en un conventillo de San Telmo, en Buenos Aires, el 11 de octubre de 1904. La prematura muerte de su padre, cuando Tita no superaba los cuatro meses de vida, signarían su infancia y su vida para siempre. “No recuerdo si tuve una infancia precoz. Lo que sé es que fue muy breve. La infancia del pobre siempre es más corta que la del rico”, dijo alguna vez. Al no poder mantenerla, su madre la envió a un asilo para niños. Más tarde debió trabajar en el campo, donde realizó todo tipo de tareas rurales. Nunca recibió educación formal y cuando empezó a trabajar como corista y bataclana en el Teatro Avenida, en 1917, todavía no sabía leer ni escribir.
Tampoco pasó por ninguna escuela de música o conservatorio de actuación, pero ello no impidió que Tita Merello descollara como cantante y actriz dejando una huella imborrable en la historia de la música y del cine nacional, inmortalizando canciones como Se dice de mí, Arrabalera, El choclo, Niño bien, Pipistrela y Qué vachaché.
Su trayectoria cinematográfica quedó plasmada en una larga lista de películas, entre las que se destacan ¡Tango!, Así es el tango, Filomena Marturano, Arrabalera, Deshonra, Mercado de abasto, Para vestir Santos, La morocha, ¡Viva la Vida! y Los miedos.
Tita Merello murió en Buenos Aires el 24 de diciembre de 2002. La recordamos en esta ocasión con un artículo publicado en la revista Análisis en agosto de 1968.
Fuente: Revista Análisis, Nº 386, 7 de agosto de 1968.
Todas las semanas, cuando esa máquina infernal de entretenimiento que son los Sábados Circulares amenaza con arrasar a su propio inventor, el incontenible Nicolás Mancera, una de las diosas mayores del show business argentino, Tita Merello, acude puntualmente a su rescate. Por obra de sus tangos explicados más que cantados, de sus bromas espontáneas y directas y de sus devaneos humanísticos, de epidérmica pero efectiva trivialidad, esa pesadilla de casi 6 horas –en la que, junto a Palito Ortega, Ramona Galarza y Violeta Rivas, se habían amontonado exhibicionistas de absurdas colecciones, improbables visionarios o las figuras deportivas del momento- se esfuma aceleradamente.
En un país de magra tradición espectacular, la aparición y pervivencia de Tita Merello es un rarísimo fenómeno. Ella pertenece a una especie muy escasa de mujeres eternas, capaces de asimilar el paso del tiempo de modo que cada año aumente su irresistible fascinación; de mujeres que, sin proponérselo, convierten cada episodio de su vida en el correlativo capítulo de una mitología que se prolonga a pesar de su indiferencia. Es una raza de intérpretes que con el mismo suceso pueden transitar la pasarela de un teatro de revistas, que alimentar un concierto íntegro con sus canciones o triunfar en el requerimiento dramático más difícil; la raza de las Mistinguett, de las Marlene Dietrich, de las Mae West y de las Pearl Bailey.
De regreso de un fugaz viaje a una Mar del Plata inesperadamente neblinosa, con los ruleros puestos para estructurar el peinado con el que pocas horas después aparecería en televisión, Tita Merello conversó, la semana pasada, con Análisis. Comentó todos los aspectos de su vida y de su carrera que quiere recordar, desde el día que nació: “El 11 de octubre de 1904, en San Telmo. Eso lo saben hasta los diarieros”.
Lo que la mayoría de los diarieros ignoran es que su verdadero nombre es Laura Ana Merello, que del novelesco barrio natal es muy poco lo que evoca, como no sea “una infancia muy dura y muy triste, que ahora, tan lejos de aquellos sufrimientos, pienso que es la causa de que sean tan blanda como ser humano”. Tampoco saben que a los 10 años fue enviada a trabajar a una estancia en Bartolomé Bavio, en la provincia de Buenos Aires, partido de Magdalena, “donde hice todo lo que se le puede pedir a un boyero: campear y ordeñar las vacas, prender el fuego para el desayuno de los peones, preparar el asado, en fin, muchas cosas, solo por la casa y la comida”.
Un año después estaba de regreso en Buenos Aires donde, urgida por los apremios de siempre, ejecutó todo tipo de “trabajos de pobre, de esos que lo único que permiten es ir tirando”, hasta que los abandonó, en 1920, por una profesión no demasiado promisoria: “Empujada por el hambre, me fui a ofrecer al teatro Bataclán, que estaba en la calle 25 de Mayo y se especializaba en revistas picarescas. Los espectáculos eran lo habitual: mujeres que cantaban letras pillinas y sketchs bastante subidos de tono, aunque ninguno como esas películas que ahora anuncian: ¡erótica!, ¡más erótica!, ¡más sexual! Allí yo bailaba, mostraba las piernas y cantaba cosas como aquello de Yo busco a mi Titina, Titina, Titina…”
Paso al drama. Una inesperada promoción se produjo después de interpretar su primer tango, Tango amargo, en 1923: del teatrito del Bajo pasó a las más prestigiosas y mejor retribuidas revistas del Maipo y del Porteño. Los años transcurrieron rápidamente acumulando incontables espectáculos musicales, hasta que, en 1930, interviene por primera vez en una obra dramática, reemplazando a Olinda Bozán en el papel protagónico de El rancho del hermano, de Martínez Paiva. “La gente iba mucho al teatro, se trabajaba a 80 centavos la platea y algunas obras tenían gran repercusión. Yo actué durante algún tiempo en El conventillo de la Paloma que pasó las mil representaciones. El espectador encontraba distracción y emoción sin salir retorcido mentalmente ni perturbado sexualmente. Era un teatro simple y puro, tan simple y puro como la vida de la gente que vivía en aquella inolvidable época.”
Desordenadamente, alternando incursiones dramáticas de envergadura, como La mala ley, de Linares Rivas, junto a Luis Arata, con la actuación en revistas y presentaciones como cantante, Tita Merello irrumpió en el incipiente cine sonoro argentino con Tango, film de Luis Moglia Barth con argumento de Carlos de la Púa, que, en 1933, produjo las elevadas recaudaciones que apuntalaron una flamante empresa: Argentina Sono Film. “Me pagaron 100 pesos por día y trabajé 5 días, creo. La película fue un gran suceso y a pesar de que lo hice como un trabajo más, hace poco, cuando se volvió a pasar Tango, pude ver que, en cierto modo, yo estaba adelantada para la época, en el maquillaje y en la manera de moverme; era la única que no resultaba grotesca”.
Casi de inmediato intervino en Ídolos de la radio, pretexto fílmico para captar espectadores por medio de la popularidad radial de sus intérpretes (Igancio Corsini, Ada Falcón, Don Dean). Luego, en 1935, guiada por un antiguo conocido suyo de los teatros de revistas Manuel Romero, apareció en Noches de Buenos Aires, junto a Enrique Serrano, Aída Oliver y Severo Fernández, revelando una frescura hasta entonces inéditas en la precaria cinematografía nacional.
Aunque su interpretación en el excelente film La fuga, realizado por Luis Saslavsky en 1937, la mostró como la actriz más espontánea y dúctil con que podía contar el naciente star system nacional, luego de un inolvidable Así es el tango, filmado poco después, la Merello desaparece del cine argentino, para el que no proporcionaría ninguna labor significativa durante 12 años. “Nunca me interesó mucho el trabajo en cine; me llamaban para actuar y yo iba. Lo mismo pasaba con lo demás, yo nunca me propuse nada, nunca ambicioné nada; mi gusto, mi necesidad, era trabajar, fuera como bataclana o como actriz cantando tangos en Radio Fénix o filmando una película. Alguna vez dije que soy un producto de la casualidad y es verdad, a lo poco que llegué, llegué sin proponérmelo, por eso creo que no es muy meritorio”.
Travesía. Contratada por 500 pesos oro, navegó hacia Montevideo para encontrarse con su mayor obligación dramática hasta entonces (Santa María del Buen Ayre, la perorante tragedia de Enrique Larreta), en el mismo personaje que en la Argentina había estrenado Lola Membrives: “Debutamos el 24 de agosto de 1937, el día de la fiesta patria uruguaya; para mí fue un gran acontecimiento”. Al poco tiempo, también en Montevideo, confirmó sus singulares dotes para el drama con La tigra, de Florencio Sánchez, lo que no fue obstáculo para que a los pocos meses estuviera cantando en los cines de Buenos Aires: “Hacía todo el circuito de Lococo por 200 pesos diarios, que era una buena suma. Se pasaban varias películas y, entre una y otra, yo aparecía, cantaba 4 o 5 canciones y salía corriendo para otro cine. Nunca tuve una conducta muy rigurosa para elegir mis trabajos, hacía lo que me salía.”
De esa manera se manejó durante gran parte de la década del 40, aproximándose, de cuando en cuando, a alguna película insignificante: Ceniza al viento (Saslavsky – 1942); Don Juan Tenorio (Amadori – 1948); La Historia del tango y Morir en su ley (Romero – 1948); animando incansablemente rutinarias revistas; protagonizando piezas teatrales de favorable recepción popular (Sexteto; Malena luce sus pistolas). Además viajó constantemente. En 1945 estuvo en Chile, donde se complicó en un horrible film: 27 millones. En México, país que visitó repetidas veces, le fue mucho mejor: ganó un premio por su labor en Cinco rostros de mujer, vehículo para Arturo de Córdova, el gran ídolo de las matinées en América Central.
Su carrera iba a sufrir una modificación fundamental en octubre de 1948, cuando estrenó la pieza de Eduardo de Filippo, Filomena Marturano, que se representó ininterrumpidamente durante 13 meses: “Un día me trajeron la obra y me dijeron: ‘Tomá, leé esto’. Ya la habían rechazado varias actrices, que la consideraban muy chabacana, pero me fascinó. Para mí fue como una reivindicación, la posibilidad de demostrar que podía ser otra cosa que la cancionista arrabalera o la actriz cómica, como me habían encasillado”.
El gran éxito de Filomena Marturano provocó la inevitable versión cinematográfica, que dirigió Luis Motura en 1949 y sirvió para revitalizar el languidecente prestigio filmo de la actriz. Al año siguiente protagoniza sus dos triunfos mayores: Arrabalera, honesta transcripción de Un tal Servado Gómez, de Samuel Echelbaum, dirigida por Tulio Demichelli, y Los isleros, para la que el realizador Lucas Demare la obligó a “un gran esfuerzo físico que estuvo compensado por las satisfacciones y los premios que la película me proporcionó”.
En esta época se produce la contingencia sentimental que habría de modificar muchas de sus actitudes: la ruptura de su prolongada relación con el actor Luis Sandrini, episodio que apenas si accede a comentar de manera vaga: “Yo viví mucho tiempo arrinconada. Cuando una mujer se enamora, si esa mujer se llama Tita Merello, el amor le sirve para dar, no para pedir. Mi manera de querer es maternal, protectora, me obliga a retraerme, a quedarme en casa. El entusiasmo de la gente por mi trabajo me recompensaba por el sufrimiento, un sufrimiento que advertí por primera vez cuando me lo provocaron otras personas, porque hasta entonces sólo había conocido el que nos ocasiona la vida, y a ése estaba acostumbrada”.
Política y té. En el ínterin, en 1954, participó de un curioso film realizado por el entonces principiante Leopoldo Torre Nilsson, Para vestir santos: “Tengo la impresión de que dirigió la película porque necesitaba plata; él no la quiere recordar y no sé por qué. Resultó muy humana, lo más humano que realizó Torre Nilsson; pero hay gente que tiene vergüenza de reconocer que ha hecho algo sentimental, porque para algunos lo sentimental es cursilería”.
Producida la caída del régimen peronista en 1955, Tita Merello, una de las actrices más ocupadas hasta ese momento, encontró repentinamente cerradas todas las posibilidades de trabajo. A diferencia de otros colegas no emprendió el temporario y prudente exilio, sino que permaneció en Buenos Aires. “Cantaba en los parques de diversiones y en los circos para mantenerme –recuerda-. Siempre se me ha criticado que me quejo por la falta de dinero, pero es verdad. Yo he trabajado esporádicamente, en épocas en las que no se pagaba tanto como ahora. Además, siempre he ayudado a quien me lo pidió, eso lo pueden confirmar todos los que han necesitado de mí. Yo he dado mucho, nunca tuve intenciones de ser la más rica del cementerio”.
Envuelta en la lenta investigación de un presunto negociado en una importación de té, aguardó pacientemente a que todo se normalizara: “Estuve interdicta; los que tuvieron ese asunto en sus manos interrogaron, comprobaron, hurguetearon, ¡qué sé yo cuántas cosa hicieron!, pero terminaron por admitir que no había tenido nada que ver. Si yo hubiera participado en una cosa así, podrían haberse dado cuenta en 10 minutos, pero casi siempre resulta más difícil probar la verdad que una mentira”.
A principios de 1957 viajó a México una vez más, donde dirigida por Luis Basurto interpretó una adaptación televisiva de Antes del desayuno, el monólogo de Eugene O’Neil, con la que ganó un premio. Mientras tanto, la Argentina olvidaba apresuradamente todos los rencores revanchistas para favorecer la gran coalición del desarrollo; esto permitió que Tita Merello reapareciera, en octubre de 1957, con Amorina, pieza escrita a su medida por un experimentado artesano de tremendismos: Eduardo Borrás.
El espectáculo fue un moderado suceso, no tanto porque la intérprete hubiera perdido su ascendiente popular (“El público se portó siempre igual conmigo”), sino porque el teatro estaba sintiendo la competencia de la televisión y ya no eran posibles las interminables temporadas a que ella estaba acostumbrada.
También el cine, al que regresó el año siguiente con la misma obra, dirigida por Hugo del Carril, había modificado sus estructuras. Desde Amorina, solo protagonizó con carácter absoluto El andador, estrenada el año pasado; el resto de su labor se repartió en películas en episodios dirigidas por el fértil Enrique Carreras: Los evadidos, Los hipócritas, Ritmo nuevo y vieja ola, para la que escribió el argumento de su sketch, y La industria del matrimonio. “En cine las cosas cambiaron; como es difícil encontrar libros importantes, se han puesto de moda las películas en episodios. Ahora trabajo solo cuando me interesa lo que voy a hacer”.
Sus posteriores apariciones escénicas tampoco fueron demasiado significativas: Miércoles de ceniza, un endeble melodrama de Basurto; La Moreira, de Juan Carlos Ghiano (“que no era una obra escrita para mí y estaba inconclusa, por eso todo lo que agregué para darle algún atractivo no dio resultado”), y Carolina Paternoster, resultado de un compromiso afectivo: “Yo sabía que la obra era muy floja, pero tenía una deuda de gratitud con su autor, Eduardo Pappo, que necesitaba que se la estrenara y, como todavía confiaba en mis fuerzas, la hice”.
Desde entonces, excepto un ciclo marplatense con El andador, de Norberto Aroldi, no ha vuelto al teatro ni piensa hacerlo: “Estoy cansada, además es muy difícil conseguir obras apropiadas para mí. Los nuevos autores no escriben para una determinada actriz, lo que me parece muy bien, y muchos de los viejos en lo que piensan es en colocar algún original de hace 10 años, “a lo mejor me lo estrena la Merello y gano unos pesos”, dicen. A mí no me gusta hacer obras tendenciosas ideológicamente, de esas en las que se dice: “¡Qué se mueran los que tienen plata!; los autores que escriben eso, mejor que se vayan a la plaza y lo griten desde una tribuna. En los últimos años, al único que le pedí una pieza es a Roberto Cossa; pero él, con mucha honestidad, me dijo que no le salía nada como para mí”.
Volver a vivir. A la televisión llegó muy tarde, recién en 1962, con un programa denominado Tangos en mi recuerdo por orden de aparición: “Era un título que se me ocurrió a mí, pero el autor me llamaba 2 días antes de la audición, ¡y así resultaba!” Insistió al poco tiempo sin mayor suerte con Vivimos así; solamente a comienzos de este año, con su incorporación al prolongado show de Mancera, pudo conseguir un verdadero impacto popular, gracias a que “aparezco y puedo ser yo misma”.
A casi 50 años de su debut, Tita Merello se aplica con incansable energía a repetir sus lemas favoritos: las ocasionales estrecheces financieras, sus desventuras sentimentales (a principios de 1968 corrió el rumor de su inminente casamiento) y el llamado a la comprensión, a la pureza y a la fe en el prójimo. También preserva esa autenticidad que parece ser el basamento de su inalterable atracción: “Yo no he sido nunca mistificadora de nada, ni de mi clase social, ni de mi capacidad de actriz, ni de mis sentimientos como ser humano. Soy como todas, me visto como todas, hablo simplemente; quizá por eso mucha gente me acepta, porque me ven parecida a ellos”.
Fuente: www.elhistoriador.com.ar