La desoladora vida del hombre más alto del mundo
El chico que quería ser feliz y terminó convertido en fenómeno de circo
Robert Wadlow medía 2,72 metros cuando en julio de 1940 murió: tenía 22 años y la tarde anterior había sido la principal atracción de una feria provincial. Lo mató una infección producto de su propia condición. Era un joven que caminaba lento y encorvado, ayudado por férulas. La curiosa vida de un hombre que le resultaba incómodo vivir y que además de ser el más alto, también era el más solo del mundo
Por: Matías Bauso
Robert Wadlow fue el hombre más alto del mundo. Medía 2.72 mts. Su vida fue breve y muy triste
Robert Wadlow fue el hombre más alto del mundo. Al momento de su muerte medía 2.72 metros. Nació en 1918 y murió en 1940. Sólo vivió 22 años. De haber vivido más, hubiera sido más alto aún. Nadie, antes o después, llegó a medir tanto como él. La posteridad se la otorgaron los dos o tres centímetros que le sacó de ventaja a otros.
Él sólo anhelaba ser uno más, alguien como los demás, pero terminó convertido en un fenómeno de circo. Era exhibido como una rareza. Lo paraban al lado de elefantes, de grúas, mostraban cómo no podía entrar en un auto cualquiera.
En la actualidad, el avance de la ciencia impide que otros Roberts lleguen tan alto. La medicina ha logrado contener estos crecimientos desmesurados regulando el funcionamiento del cuerpo y, en especial, de la glándula pituitaria.
Nada parecía andar mal en el momento del nacimiento. Su peso fue normal: 3,8 kilos. Su tamaño también era normal: 50 centímetros. Pasaron pocos meses hasta que la familia comprendió que ese nene no era igual a los demás.
Una enumeración no exhaustiva de algunos de sus hitos de su altura:
Antes de cumplir el año doblaba en peso y altura a los chicos de su edad. A los 5, su madre se vio obligada a comprarle ropa para adolescentes. Ya medía 1,63. El metro ochenta del padre lo superó poco después de cumplir 8 años. Parecía que el cielo era el límite. Pero no: el límite estaba en la posibilidad de sus órganos de mantener en funcionamiento ese cuerpo descomunal.Robert golpeaba su cabeza con ´puertas y arcos. Hasta debía tener cuidado en la calle de no golpearse contra carteles de publicidad y marquesinas de cines y teatros
Un día en primer grado le pasó lo que tantas otras veces. No pudo controlar su cuerpo, no supo cómo calcular una distancia (que a él le cambiaba todos los días) y se golpeó la cabeza. Se puso a llorar desconsoladamente. Convergía el dolor físico con la frustración. La maestra se acercó a consolar a su alumno de seis años. Pero para tranquilizarlo, para secarle las lágrimas tuvo que ponerse en puntas de pie. Era la única manera que tenía de hacerlo.
Durante su infancia, la mayoría de las personas parecía olvidar que era un niño. Se sorprendían con su conductas infantiles, engañadas por su talla física. Iba al colegio, tenía un óptimo rendimiento escolar y se llevaba bien con sus compañeros aunque no pudiera compartir con ellos muchas de las actividades. Según los especialistas, su inteligencia era superior a la de los chicos de su edad. Quizá el motivo fuera que estaba obligado, sólo por su apariencia, a actuar como si fuera mayor. La imposibilidad de compartir actividades con otros chicos hizo que se refugiara en la lectura. Leía, dicen, alrededor de 300 libros al año.
Los hechos confusos e incómodos eran cotidianos. Su padre una tarde se peleó con un chofer de ómnibus porque se negó a cobrarle el boleto de niño; quería que Robert pagara la tarifa completa.
Al principio sus padres buscaron antecedentes familiares de personas altas. Porque ninguno de los dos se destacaba en ese aspecto. Eran otros tiempos, había menos información y nadie podía concebir que crecer demasiado llegara a ser un problema. Cuando bastante años después llevaron a Robert al médico, escucharon hablar por primera vez de la glándula pituitaria y del gigantismo.
Se calcula que necesitaba consumir un promedio de 8.000 calorías diarias. Era flaco pero llegó a pesar 222 kilos. Ese peso había que distribuirlo en sus 2.72 metros de altura. Las notas periodísticas se demoraban consignando cuantos metros de tela requería un saco.Toda su vestimenta debía ser confeccionada especialmente. la madre, tras la muerte de Robert, quemó casi todas sus pertenencias para que no se convierten en objeto de búsqueda de los coleccionistas. Uno de sus zapatos se exhibe en Alton, su ciudad natal
Cuando fue boy scout un periodista remarcó lo obvio: el de Wadlow era el uniforme más grande alguna vez confeccionado en la historia de la institución. Una filmación de la época muestra a Robert saltando por encima de un compañero y cómo -después de un simulacro que pretende ser gracioso- los demás chicos no podían saltarlo a él, entonces pasaban entre sus pierna como si el compañero fuera una especie de túnel. También están los récords que quedaron anotados según quien haya logrado resguardar algún elemento o prenda. El calzado de mayor número (sus zapatos tenían el tamaño de un diario desplegado), el anillo masónico más grande, el sillón individual más ancho y así.
Pero se debe tener en cuenta que esas fueron las excepciones. Generalmente nada estaba preparado para su tamaño. Ropa, calzado, vajilla, puertas, medios de transporte, la calle, la vida. Todo le quedaba incómodo. Para él, el mundo estaba hecho en otro escala. La de Robert fue una vida corta e incómoda. La tecnología no estaba tan avanzada y sus necesidades no encontraban fácil solución. Algunas -quizá la mayoría- de ellas ni siquiera fueron resueltas.
En sus giras debía dormir en hoteles que no habían calculado la estadía de este huésped gigantesco, que nunca habían imaginado una situación de este tipo. Así se juntaban las camas necesarias para que Wadlow pudiera descansar. La excepción fue un hotel de provincias que sabiendo con antelación de su visitante mandó a confeccionar una en la que él entrara con comodidad. Durante años el establecimiento usó el episodio para promocionarse y para demostrar cuánto pensaba en las personas que se alojaban en él.Su vida académica fue óptima. Al no poder realizar con normalidad otras tareas, se volcaba al estudio y a la lectura
Robert caminaba con dificultad. La circulación de sus piernas no era buena. Las articulaciones no podían resistir esa estructura. La diferencia de porte nunca la pudo aprovechar. No tenía permitido practicar deportes. No se sabía cuánto podía aguantar su corazón. Algunos se lo imaginaban como jugador de básquet. Era demasiado obvio y tentador: parado al lado del aro sólo tenía que depositar la pelota en él sin oposición una vez que se la hicieran llegar.
Los golpes que soportó su cabeza por no entrar en algún lado podrían integrar una antología de comedia slapstick. Esa altura lo obligaba a estar siempre alerta. Cualquier puerta, cualquier viga de un techo podían convertirse en un arma mortal para él. O al menos en una situación muy dolorosa.
A veces ni siquiera podía soñar con libertad. Todo se ceñía a su desmesura. Le preguntaron a quien quería parecerse, una variante de la pregunta que alguna vez le han hecho a todos los niños del mundo: ¿qué querés ser cuando seas grande? Soñaba con ser como el héroe de muchos en ese tiempo, como Lindy, Charles Lindbergh el aviador que atravesó el Atlántico. Pero Robert no podía, como otros chicos, soñar con libertad. Después de mencionar al aviador tuvo que consignar: “Claro, si lograra entrar en el avión”.
A cada lugar al que iba la gente se amontonaba a su alrededor. Querían ver bien de cerca al gigante. Sus manos grandes como espaldas, los zapatos que parecían brillantes botes salvavidas o para especular cuantos nenes podrían viajar en el bolsillo de su saco. A él estas efusiones siempre le molestaron. No había hecho nada para generar esa atención, era algo que había venido con él y a lo que no iba poder escapar jamás.
Su condición de fenómeno, en esos años, tenía un sólo destino: el circo. Así mientras otros chicos entraban en la adolescencia, se preocupaban por el acné y por la chica que les gustaba, Robert Wadlow entraba en la arena para que cientos de espectadores asombrados lo escudriñaran. No se disfrazaba ni desplegaba ningún show. Se presentaba con su traje, con corbata y sonreía y charlaba con el público. El presentador o alguno de los payasos del Ringley’s acercaban a él algunos de los elefantes que eran parte del espectáculo para que la gente pudiera comparar tamaños.Sus apariciones públicas generaban gran interés. La gente quería ver al fenómeno de cerca.
También fue modelo publicitario. De gorras y de zapatos. Su celebridad se extendía por todo Estados Unidos.
La diferencia de altura con el resto de las personas era realmente notable. Para darse una idea: a un jugador promedio actual de la NBA, Robert le sacaría más de una cabeza. Muchas de las mujeres que se sacaban fotos con él ni quiera llegaban a alcanzar la altura de su cintura.
Había nacido en un pueblito de Illinois. Su celebridad excedió a Alton. Pero allí, en ese poblado, sus rastros se encuentran por todos lados. En el museo local varias de sus pertenencias y en medio de la plaza principal una estatua tamaño natural de Robert Wadlow, para que los visitantes tomen inmediata noción de la presencia física, para que entiendan por qué era conocido como El Gigante de Alton.
Su padre lo acompañaba en las giras por todo el país. Estados Unidos todavía no estaba en guerra. Y Robert se había convertido en una celebridad. Cada tanto alguna dolencia lo llevaba al hospital. Los médicos veían que los problemas de salud crecían a la misma velocidad que su físico. Pero poco podían hacer para evitarlo.
En uno de esos viajes fue con su progenitor al bosque de sequoias, esos árboles inmensos. “Papá, es la primera vez en mi vida que me siento pequeño ante algo”, dijo Robert.
Robert Wadlow era muy joven, apenas pasaba los veinte años, pero caminaba como un viejo. Lento, encorvado, cada paso era una aventura dolorosa. Unas férulas ayudaban a sus rodillas, mientras la insensibilidad en las piernas crecía. A veces se apoyaba también en un largo bastón. Una tarde estuvo parado demasiado tiempo, era la atracción principal en una feria provincial. Al llegar a su hotel descubrió lo que la falta de sensibilidad de sus miembros inferiores no le permitió: una gran ampolla se había formado en una de las pantorrillas debido a que una de las férulas metálicas se había incrustado en su pierna. Al día siguiente estaba peor: supuraba. Mucha fiebre. Los médicos empezaron a tratar la herida pero no pudieron hacer mucho, la infección se había extendido y el cuerpo ya agobiado no tenía demasiadas defensas.
Esa noche, a mediados de julio de 1940, Robert Wadlow murió mientras dormía. Tenía 22 años y estaba lejos de su casa.
Las exequias fueron multitudinarias. Más de 40 mil personas salieron a la calle. No se sabe si para acompañarlo o para poder ver ese ataúd de más de tres metros de largo acarreado por 16 personas.
Su madre quemó y rompió todas las pertenencias de su hijo mayor. No quería que se convirtieron en reliquias buscadas por coleccionistas de fenómenos y de rarezas, quería que su hijo fuera recordado como un buen chico y nada más.
Robert Wadlow quedó registrado en el Libro de los Récord Guinness como el hombre más alto que alguna vez haya vivido. El de Robert es uno de sus récords más queridos, más preciados del Guinness. Es uno de los pocos que siguen incólumes desde la primera edición del libro, que no pudo ser batido en los últimos sesenta años.
Hubo quienes afirmaron que Wadlow no había sido el más alto de la historia. Dudas en tierras de gigantes. Hablaban, en realidad, de seres mitológicos, bíblicos o de fantasía. Por ejemplo de Og, Rey de Bashan, que según la tradición medía 9 codos asirios o algo así como cinco metros.
Los que certificaron que Robert era más alto de lo que había sido fueron los gemelos Norris y Ross McWhirter. Ellos eran la voz más autorizada para hablar de récords. Fueron los creadores del Libro Guinness.Una multitud se reunió para sus exequias. Tal vez el público quería ver cómo era el ataúd de más de tres metros de largo y cuantas personas se necesitaban para llevarlo
Ante los intentos de rebatir la supremacía de Wadlod en su rubro sostuvieron: “La única prueba admisible sobre la verdadera altura de los gigantes, es aquella que ha sido realizada bajo supervisión médica imparcial”.
Esa era la ley primordial de su empresa, del Libro Guinness de los Récords: sólo dejar constancia de aquello que tiene evidencia factual y/o científica.
Según los registros actuales, el hombre vivo más alto del mundo es el turco Sultan Kösen. Tiene 41 años y mide 2. 51 mts. Pero debido a los problemas de columna, se ha encorvado y perdió al menos 20 centímetros. Alguien creyó que había tenido la mejor idea de la historia cuando contrató a Sultan para que jugara en el primer equipo de básquet del Galatasaray. Ya se vio que con el caso de Wadlow que el plan no funcionaría. Sultan casi no pudo entrenarse y nunca llegó a debutar. Los problemas de salud, y en especial los de sus rodillas, impiden la práctica de cualquier deporte (aún de manera amateur).
Otros dicen que debe actualizarse el registro. Sostienen que el ghanés Suleiman Abdul Samad es el hombre más alto no sólo de la actualidad sino el que alguna vez ha habitado el planeta. Alegan que mide 2. 89 metros. Pero ni el Guinness ni otros especialistas aceptan eso como una realidad porque faltan datos y mediciones confiables.
De todas maneras Robert Wadlow es quien sigue siendo reconocido como el hombre más alto que alguna vez haya vivido. Acaso también podría figurar en otra de las páginas de ese libro de hazañas muchas veces inútiles, inexorables o que nadie reclamó. Robert Wadlow podría aparecer como el niño y adolescente más solo del mundo.
Fuente: Infobae