Martha Argerich: la pianista que conquistó el mundo
Este sábado 5 de junio Martha Argerich cumple 80 años y los festeja en su casa en Ginebra, junto a sus tres hijas (Lyda, Annie y Stéphanie), sus nietos y amigos.
La mejor pianista de nuestro tiempo, que nació en Buenos Aires el 5 de junio de 1941, está llena de singularidades que apenas alcanzan para explicar lo que significa el milagro de su existencia para la música.
Artista genial, temperamental, bohemia, imprevisible, exquisita, Martha Argerich puede crear la ilusión de que no hay mediación entre ella y la música, como si ella encarnara, en una especie de metamorfosis, la música misma.
Martha Argerich y sus hijas Lyda Chen, Stephanie y Anne Catherine Dutoit, entrando al Kennedy Center donde la pianista fue honrada como una de las artistas destacadas del año. Esta vez, la celebración en familia será en Ginebra. Foto: Adriana Groisman
A través de los 73 años de carrera como concertista, construyó un vínculo tan íntimo con el piano y los compositores que pocos pianistas lograron. Probablemente se trate de la relación más longeva entre un intérprete y su instrumento. Mayor aún que la que mantuvo Clara Schumann, que vivió 77 años y pasó 61 tocando en diversos escenarios.
Y como Clara, tampoco tuvo una educación escolar formal, porque todo estaba centrado alrededor del piano. Su padre, Juan Manuel, la preparaba para rendir la primaria libre.
En presentaciones recientes -Argerich continuó dando conciertos aún durante la pandemia- se la puede ver y escuchar con todos los atributos intactos que la distinguen como una intérprete única.
Probablemente la de Martha Argerich se trate de una de las relaciones más longevas entre un intérprete y su instrumento. Foto Prensa Teatro Colón-Arnaldo Colombaroli
Su magnetismo, su energía volcánica, su velocidad electrizante, su sentido único del ritmo, con un swing pocas veces escuchado en la música clásica, y una sonoridad que parece de otro mundo.
En las diversas ejecuciones de su repertorio, que abarca desde Bach hasta Serguéi Prokofiev, pasando por Beethoven, Robert Schumann, Frédéric Chopin, Franz Liszt, Maurice Ravel y Serguei Rachmaninov, sus interpretaciones jamás se escuchan rutinarias, aún después de tantos años sobre los escenarios.
Niña prodigio y debut a los 4 años
Sus comienzos como niña prodigio son bien conocidos. Tenía apenas 2 años y 8 meses cuando en la guardería un compañerito la desafió a tocar en el piano una de las melodías que la maestra solía tocarles para relajarlos.
La pequeña se levantó, se acercó al piano y tocó la melodía con un dedo sin cometer ni un solo error. La maestra quedó tan impresionada que llamó a sus padres.
Hija de Juana Heller, proveniente de una familia judía de Rusia que emigró a la Argentina a fines del siglo XIX para huir de los progroms zaristas, y del contador Juan Manuel, Argerich mantuvo una relación tormentosa con su madre.
Sus padres se conocieron estudiando en la Universidad de Buenos Aires, donde ambos tenían militancia política; ella, para el socialismo y él para el radicalismo.
Mamá Juana tomó en serio las observaciones de la maestra y se puso inmediatamente en contacto con Ernestina Corma de Kussrow, una profesora de piano catalana especializada en niños que tenía un método para aprender a tocar de oído.
Con su perfección técnica y sensibilidad descomunales, Argerich fascinó desde que apareció en los escenarios a los cuatro años. Presentada por su maestra, tocó en el Teatro Astral el Vals op. 64 nº I de Chopin y la Sonata para piano nº 16 de Mozart.
Apenas tres años después, en el mismo teatro pero bajo la dirección de su nuevo maestro Vincenzo Scaramuzza, la pequeña Argerich tocó el Concierto nº1 de Beethoven y el nº 20 de Mozart y, entre ambos, la Suite Inglesa nº 3 en sol menor de Bach.
La pianista fascinó desde muy pequeña, por su perfección técnica asociada a una enorme sensibilidad.
Quienes frecuentaban al severo maestro napolitano -según figura en una crónica de la época en la revista Primera Plana– aseguraban que siempre la trataba como a una pianista, nunca como a una nena.
Aunque eso no le impedía sentarla a veces en sus rodillas y convidarle una merienda con galletitas Minué empapadas en vino; al parecer, parte de una tradición italiana.
Con apenas 13 años, Argerich dio su primer concierto en el Teatro Colón, con la Orquesta Sinfónica de la Ciudad de Buenos Aires bajo la dirección de Washington Castro. Esa noche tocó una obra que la acompañaría el resto de su vida: el Concierto en la menor op. 54 para piano y orquesta de Schumann.
“Creo que le caigo bien a Schumann”, suele decir Argerich.
Perón lo hizo: «Haceme quedar bien, piba»
Mientras estudiaba con Francisco Amicarelli, uno de los alumnos más talentosos de Scaramuzza, dio un concierto en el Teatro Cultural San Martin, en noviembre de 1953, donde tocó obras de Scarlatti, Beethoven, Brahms, Mendelssohn, Chopin, Aguirre, Faure y Ravel.
Buenos Aires pasaba una época dorada musicalmente cuando Martha nació. A la inmigración de músicos y maestros europeos se sumaron las visitas de grandes personalidades musicales de la época.
Así fue como Argerich escuchó a los mejores pianistas del momento: Friedrich Gulda, Walter Gieseking, Claudio Arrau, Arthur Rubinstein, Alexis Waisenberg, Marvin Goldstein y Alfred Cortot , entre otros.
Rápidamente, Argerich consiguió llamar la atención de grandes pianistas como Claudio Arrau, Arthur Rubinstein y Friedrich Gulda, quien se convirtió en su maestro.
En la casa del mecenas Rosenthal, donde la llevaba su papá, se congregaban las visitas musicales que llegaban hasta Buenos Aires, y ahí la escucharon Gulda, Gieseking, Backhaus, Solomon y Arrau.
En la primera visita de Gulda, la pequeña Martha se negó tocar para él pero en la siguiente accedió y el pianista sugirió a los padres que la llevaran a Viena. La fascinación fue mutua, a tal punto que Gulda le dijo que eran de la misma familia.
Cuando Martha cumplió 13 años decidió que quería ir a Viena a estudiar con él. Y así fue, para convertirse en su única discípula. Ella tenía 13; él, 25.
En 1966 Martha Argerich, aquí con el violinista Ruggiero Ricci, con quien compartió una gira por la Unión Soviética en los primeros años ’60.
El mediador para concretar el viaje fue Juan Domingo Perón (al que llegaron a través del arquitecto Jorge Sabaté, intendente de Buenos Aires y admirador de Martha), con el nombramiento de sus padres en cargos diplomáticos dentro de la embajada argentina en Austria.
«Haceme quedar bien, piba», le dijo a la pequeña cuando la despidió antes de emprender el viaje que cambiaría su vida para siempre.
Gulda, The Doors y las búsquedas libertad y austeridad
La familia partió en el verano de 1955 con rumbo a Austria. Pero luego decidieron que Juan Manuel, único hermano de Martha y apodado Cacique como su padre, tenía que volver a Buenos Aires para completar su educación. El padre se volvió a la Argentina con su hijo, y la madre quedó en Europa con su hija.
No era la primera vez que la familia se dividía: cuando Juan Manuel cumplió 6 años lo habían llevado a vivir con sus abuelos para que no distrajera a su hermana.
Aunque las clases con Gulda duraron un año y medio, fue quien más la influyó musicalmente. Así lo reconoció en cada una de las pocas y casi siempre breves entrevistas que brindó a lo largo de su carrera.
Distendida, Martha Argerich lleva al humor como uno de sus aliados. Foto Nestor Sieira
“Tenía esa cosa lúdica de ciertos pianistas de jazz, como Errol Garner”, reconoció Argerich en una de esas ocasiones. “O su sentido del humor para tocar las primeras composiciones de Beethoven”, concluyó.
El pianista mezclaba la exquisitez y originalidad de sus interpretaciones de Mozart y Beethoven con el jazz. Tenía una actitud especialmente abierta a todo lo nuevo, iconoclasta, solía tocar variaciones sobre el clásico tema de los Doors Light My Fire.
Entre sus excentricidades, alguna vez actuó desnudo ante las cámaras de la televisión. Su aversión a las formalidades del mundo clásico se traducían en sus programas de conciertos, donde solía combinar músicas y músicos de distintos géneros.
Bajo la severidad de su maestro Scaramuzza, que sentó las sólidas bases técnicas, Argerich jamás había experimentado la dimensión humorística en la música, un aspecto que la animó a jugar en el piano.
Es que el humor y lo lúdico componen otra de las dimensiones que permitieron a Argerich profundizar en la ambigüedad que tanto le gusta. Dimensión en general ausente en música romántica, aunque sí presente en Prokofiev, Shostakovich. Y también en Ravel, según la pianista, pero de manera más sofisticada.
Histórico encuentro entre la música y el humor, con Martha Argerich, Daniel Barenboim y los Les Luthiers, sobre el escenario del Colón, en 2014. EFE/Silvina Frydlewsky
A la niña-adulta, como el personaje de la composición de Maurice Ravel El niño y los sortilegios (título que tomó Olivier Bellamy para caracterizar a la pianista en la única biografía que existe sobre ella), la rebeldía y la mezcla de libertad y austeridad eran aspectos que le fascinaban.
Después de las primeras 17 lecciones, Gulda confesó: «Yo no tengo más nada que enseñarle«.
Argerich no creía en las escuelas pianísticas y sus dogmas, quería probar un poco de todo. Entonces, la adolescente de 16 años partió a buscar otros horizontes: estudió ocho meses en Ginebra con Madeleine Lipatti, después tomó algunas clases con Nikita Magaloff y, aunque Arturo Benedetti Michelangeli estaba pasando uno de sus períodos de reclusión, le concedió cuatro clases.
Consagración, maternidad, depresión y separación
Habían pasado dos años de su llegada a Europa cuando en septiembre de 1957 se presentó en dos de los concursos internacionales de piano más importantes que había en ese entonces, y los ganó con apenas quince días de diferencia.
Uno era el Premio Busoni, en Bolzano, Italia; el otro, el Concurso de Ginebra, donde la pianista no se presentó el día que le correspondía hacerlo porque… ¡se quedó dormida! No obstante, la dejaron presentarse al día siguiente, y entre las montañas que rodean Bolzano, Argerich fue llevada en andas por un público fervoroso.
Su talento extraordinario se revelaba ante muchos de los grandes pianistas que admiraba y había escuchado en Buenos Aires.
A la consagración le sucedieron las giras, que Argerich no esperaba. Como tampoco esperaba todo lo que vino después. Los largos tours por Europa concluyeron en Ginebra, con enorme reconocimiento. Al año siguiente, la grabación de su primer disco inauguró su larga relación con el sello discográfico Deutsche Grammophon, que perdura hasta el día de hoy.
Martha Argerich y su hija Stephania Argerich. Foto familiar
Las giras pronto se reanudaron en la Unión Soviética, acompañó al célebre violinista Roggiero Ricci, y en uno de los conciertos estuvo presente el legendario pianista Vladimir Horowitz. El músico, uno de los Argerich más admiraba, se impresionó y la invitó a New York para conocerla personalmente.
Los comienzos de los sesenta fueron sus años más conflictivos y al mismo tiempo, poco después le dieron marco al comienzo de su verdadera carrera pianística. A los 21 años, con dos concursos ganados y un talento apabullante, se sintió perdida. Sin rumbo.
Se mudó a Nueva York para ver a su ídolo Horowitz, pero el encuentro nunca se concretó. Allí conoció al violinista chino Robert Chen, se casó y la maternidad la sorprendió en un momento de mucha confusión. Cayó en una depresión que duró casi dos años.
«No hice nada. Me sentaba en el departamento a mirar los programas televisivos de bien avanzada la noche. Sentía que no podía tocar más«, confesó la pianista en una entrevista.
Química pura, y una amistad personal y musical, la que Argerich mantiene con Daniel Barenboim. Foto Lucia Merle
Y frente a ese panorama, pensó en dejar todo y dedicarse a ser secretaria porque, decía, sabía muchos idiomas. Daniel Barenboim, amigo de la infancia al igual que Bruno Gelber, describió a Argerich en ese periodo como un bonito cuadro sin marco.
Después del nacimiento de su primera hija, Lyda Chen, y tres meses de matrimonio, Argerich se separó y se volvió a Europa. Desbordada por sus problemas personales, perdió la tenencia de Lyda y no quiso tocar más.
La historia traumática de su hija Lyda fue el origen del documental Bloody Daughter, dirigido por su tercera hija Stéphanie Argerich, hija del pianista Stephen Kovacevic.
Hora de volver al piano
Su regreso al piano tuvo que ver con el estímulo del pianista polaco Stefan Askenase y su esposa Annie, en cuyo homenaje Argerich le puso el mismo nombre a su segunda hija, fruto de su relación con el director de orquesta Charles Dutoit.
Fueron ellos quienes la motivaron para retomar su vínculo con su instrumento. Empezó a estudiar sin parar y decidió presentarse en el Concurso Chopin, de Varsovia. Lo ganó. La verdadera carrera profesional de la pianista había comenzado.
La pianista se casó con el director Charles Dutoit en 1969, con quien tuvo a su hija Annie; se separaron en 1973.
“Nadie puede discutir el primer premio otorgado a la pianista argentina Martha Argerich. Su ejecución deslumbrante, su perfección técnica, su interpretación llena de brillo y virtuosismo romántico se ganaron el favor del público desde los primeros instantes”, publicó en una crónica Trybuna Mazowiecka, en 1965.
Luego de la victoria (fue la primera concursante no europea en obtener el premio) ofreció un concierto. La ovacionaron y aplaudieron durante 35 minutos, se pusieron de pie y cantaron Stalla Iat (“Que viva usted cien años”), gloria que compartieron solo ella y Arthur Rubinstein, cuando volvió a Polonia después de 25 años.
Haber ganado el Concurso Chopin la proyectó a nivel mundial. Tenía 24 años y ya una artista consagrada. Su misterio y belleza no pasaron desapercibidos; la comparaban con la musa de existencialismo Juliette Gréco y con la cantante pop francesa Françoise Hardy. Imagen que las discográficas y la industria de la música supieron explotar.
Martha Argerich es dueña de una imagen que las discográficas supieron explotar.
Temperamental, imprevisible y genial
Dueña de un temperamento indomable, Martha Argerich huye de las rutinas, no le gustan las planificaciones rígidas y en más de una ocasión canceló conciertos. Sin embargo, la artista reconoce su dependencia del entorno y de las circunstancias para encontrar inspiración; por eso no le gusta tocar sola, y dejó de hacerlo en 1986.
Se refugió en la música de cámara con el violinista Gidon Kremer, el violonchelista Misha Maisky o con los pianistas Nelson Freire, Stephen Kovacevich, Mikhail Pletnev y Daniel Barenboim, con quién también actuó como solista bajo su dirección; y también con otros directores amigos, como Charles Dutoit, Claudio Abbado, Riccardo Chailly.
En 2016, la pianista argentina fue reconocida por el entonces presidente de los Estados Unidos Barack Obama y su esposa Michelle, junto a Al Pacino, James Taylor y Mavis Staples. Foto EFE/EPA/AUDE GUERRUCCI
El retiro como solista lo había anunciado unos años antes, en 1981, y salvo algunas pocas excepciones, se mantuvo fiel a su decisión.
Una de esas ocasiones fue el concierto solista que ofreció en el 2000 en el Carnegie Hall, a beneficio del John Wayne Cancer Institute, donde se operó y curó un cáncer en estado avanzado con una vacuna experimental.
En ese concierto, después de un largo paréntesis debido a su enfermedad, tocó la Partita No. 2 en Do menor de Bach. “Cuando empiezo a tocarla siempre me siento muy cómoda. La amo, me calma. Es como si estuviera improvisando”, contaba Argerich a Georges Gachot en la inolvidable entrevista del documental Evening Talks.
El swing de Martha y las nuevas generaciones
Había pasado apenas un año, después de obtener el primer premio en el Concurso Internacional de Piano Frédéric Chopin, cuando Martha Argerich fue tapa de la revista de jazz Sounds & Fury, en la edición de 1966.
En la foto se la ve con un vestido rojo, al lado del piano, con su magnetismo de siempre. Entre los títulos que acompañan el “retrato íntimo” que el crítico de jazz Ralph Berton hizo de la leyenda del piano, figuran Bob Dylan, The blues bag, algunos de los temas en pleno auge en los ’60 –New Music/new or noise-, y el concurso Mitropoulus para directores de orquesta.
Una sociedad indestructible, la que Martha Argerich mantiene con el piano.
Berton escuchó a Argerich tocar la Partita No. 2 en Do menor de Bach en su debut estadounidense en el Lincoln Center de New York, y notó que su abordaje del compositor alemán tenía un swing inédito.
Se trataba de un parámetro que para los críticos de música clásica de ese entonces no tenía ninguna relevancia o pertinencia dentro de los paradigmas que regían una interpretación tradicional. Argerich asegura que el swing es algo que siempre sintió. Berton no dudó en acercarse y comentarle personalmente a Argerich sus impresiones.
El swing que el crítico había escuchado en la Partita, y que también se proyectó en otros repertorios, tuvo que ver con una apertura hacia lo lúdico que Argerich adoptó y maduró en aquellos años. La perspectiva de un estilo moderno en un repertorio clásico que muchos años antes se le había revelado en contacto con el iconoclasta Gulda.
Una pianista clásica con el swing de los grandes jazzeros; Argerich tiene la capacidad de equilibrar los opuestos con una maestría singular.
La Partita es como un talismán para Argerich, siempre presente en el repertorio en momentos clave de su vida.
Luego de presentarse con Barenboim en los últimos años en el Teatro Colón, la pianista volvió a Buenos Aires con un festival propio, en el CCK como sede. Allí, en la magnífica Sala Argentina del centro cultural, abrió sola una gira que continuó por el interior del país, con la misma obra.
Pero en la naturaleza hermafrodita de Martha Argerich, como le señaló Gulda, convive la ferocidad con la delicadeza más sublime. Cada concierto de Argerich es único, una experiencia en la que se puede tener el sentimiento de salir transformados.
Martha Argerich desembarcó en el CCK con su propio festival, que abrió a solas con su instrumento en la imponente Sala Argentina. Foto prensa-Federico Kaplun
Muchas veces me preguntaron qué hace a Argerich tan especial. Para responder, acudí a una metáfora de la naturaleza: en sus conciertos se puede experimentar algo parecido a cuando nos enfrentamos con un paisaje colosal, como las Cataratas del Iguazú.
Probablemente no exista en la naturaleza algo tan intenso: la fuerza desbordante del agua y al mismo tiempo su flexibilidad, las mariposas gigantes, los arcoíris. En Argerich todos esos opuestos están en perfecto equilibrio, y conmueve su generosidad al brindar sus fortalezas y sus debilidades, y mostrarse a veces vulnerable.
Después de todo, la naturaleza y el arte comparten el mismo carácter enigmático; en especial la música, que carece de conceptos. El repertorio romántico, en el que Argerich se especializó, está muy cerca de esas ideas.
Martha Argerich, en conexión con la música y su instrumento: la intensidad, la potencia y la concentración de una artista única. Foto Juan Manuel Foglia
Lo mejor que nos puede pasar en un encuentro artístico es sentir la vitalidad de una experiencia de la que podemos salir transformados para siempre. Argerich siempre lo da todo para cumplirlo.
Fuente: Clarin