¡A huir! (De los findes largos)
Hoy, en exclusivo, desde la vida cotidiana, nuestro enviado especial, Adrián Stoppelman, se toma el fin de semana extra large. Pero no se lo toma de vacaciones, sino que se lo toma con poca seriedad. Léalo, antes de salir de finde largo. Después no diga que no le avisamos.
Por Adrián Stoppelman
Finde largo: ¡A huir! (Del finde largo)
Hay un grupo de gente que no escarmienta frente a los fines de semana largos: son los dueños de departamentos, casas, chozas y/o carpas de lona de arpillera ubicados en algún destino turístico. A este grupo de gente se le suma otro grupo, – tal vez mayor -, que no aprende: los que manguean y consiguen que les presten el susodicho bulín turístico.
Hablo con conocimiento de causa porque en mi familia tuvimos durante 30 años un departamentito en Mardel. Que nos dio enormes momentos de felicidad, especialmente cuando mi padre pudo acceder a él y después, lógicamente, ese momento emocionante cuando logró venderlo y sacárselo de encima.
Porque vos sabés lo que va a a pasar. La odisea empieza cuando intentás abrir la puerta de entrada al edificio. El consorcio cambió la cerradura, pero como vos vivís a más de 400 km, no te mandaron copia y ahora son las 3 de la tarde y es más fácil encontrar a Donald Trump leyendo un libro que encontrar al encargado. Vas volando hasta la administración, pero son las 3 de la tarde y está cerrada. Pero cerrada como si nunca más fuese a volver a abrir y el administrador fugado a Corea del Norte.
Una vez que lográs franquear las puertas del edificio y de tu casa/depto, primer momento de felicidad: te das cuenta de que no te han desvalijado.
Pero… después de estar cerrado 8 meses, la sputza a humedad y encierro te recuerda a Chernobyl, aunque nunca hayas estado allí. “Abran todo” ¡Ja! Las persianas no abren porque se hincharon por la sal marina, las ventanas tampoco porque se pegó la pintura y el ventiluz requiere el esfuerzo de 4 personas para abrirlo en un mínimo ángulo de 12 grados por el que entre un poquito de aire.
Y lo primero que querés usar es el baño. ¡Ja! El fuelle de goma que une el inodoro con la pared está más seco que duna del Sahara en verano. Y hay que cambiarlo, peeeroo… las ferreterías recién abren dentro de 4 horas.
Mientras tanto, para darte una duchita, intentás encender el calefón. ¡Ja! El sarro y la falta de uso lo han hecho más inservible que 4×4 en un piquete en la Panamericana. Con suerte conseguís un gasista plomero que te “hace el favor de venir” – la palabra “favor” indica un plus de 2 lucas, mínimo -, porque está muy ocupado arreglando los calefones de todos los que vinieron este finde. La frase es clásica: «Es el diafragma. O hay que cambiar la camisa». Traducción: te hubiera salido más barato traer un calefón nuevo en el baúl.
A esta altura ya es sábado a la tarde-noche, y te la pasaste de ferretería en gasista, de casa de electricidad en técnico de televisión, porque el Ranser de 21 pulgadas que llevaste hace 8 años se ve con más fantasmas que la mansión de Casper y la mitad de las bombitas están quemadas – o ausentes – y la canilla de la cocina pierde agua por el cuerito reseco, y ves a tu esposa con los guantes de goma y el detergente tratando de sacar el sarro de la bañadera, y como no hay nada tenés que ir al súper para comprar una gaseosa, un sachet de leche, café… y reponer el shampú, la crema enjuague, el jabón, el detergente y hasta la sal y el azúcar, que vos creías que había quedado la última vez que estuviste…
En el caso del manguero es peor: tenés que comprar el tamaño más pequeño de todo -el más caro-, porque no vas a andar dejándole un litro de aceite de oliva o un kilo de azúcar al miserable del dueño que no fue capaz de dejarte esas cosas.
Ahora si. Ya podés disfrutar de la comodidad de ese hogar amueblado con sobras de tu casa original o con muebles torabas comprados “porque total para el uso que le vamos a dar”. Y así el colchón se hunde más que el Titanic en simultáneo en 3 canales de cable, te sentás en una silla de oferta que no está preparada par tu nuevo peso corporal y te disponés a cortar una milanesa con un juego de cuchillos que no cortan ni el agua tibia.
Ah… y que no haga frío, porque la estufa, no prende. Y tu bolsillo ya no soporta otro “favor” del gasista. Y el control remoto de la tele al que, si no se le sulfataron las pilas, tiene los botones solidificados. Igual, sin cable, hay medio canal para ver y con sombra triple. ¿Wi fi? Naaa… A menos que puedas colgarte de alguno de un vecino, olvidate: nadie paga internet todo el año para ir 15 días. O sea que tu fin de semana largo es como un pequeño viaje, pero a 1987.
Finalmente… ahhh… en un momento lográs terminar con todas las tareas. Es el momento en que tenés que volver a tu casa, ¡porque se pasó el fin de semana largo!
Y es por todas esas cosas que yo cuando viene el finde largo no lo puedo evitar: agarro el auto, enfilo para la ruta y pego el volantazo y vuelvo a casa. ¿Por qué? Porque no tengo depto en zona turística ni nadie me lo presta. No sé por qué. Tal vez por algún comentario que le hice alguna vez sobre el estado de sus muebles, o de los electrodomésticos, o las sillas, o las canillas, la estufa, el calefón, la bañadera…
Andá a saber. La gente está muy susceptible y necesita relajarse un poco. ¡Menos mal que existen los finde largos!
Fuente: Télam