Ricardo Fort: Anatomía de una fascinación
Lleva siete años muerto y el músculo de su personaje no se extingue. ¿Qué hace Ricardo Fort bailando en el cielo de nuestros stickers? ¿De qué se trata su terca presencia en la conversación argentina? De la fascinación como fiesta del nonsense y del goce que produce el descanso del aparato crítico. Fort fue el accidente social más asombroso de la paleta de símbolos y narrativas que distribuyen los medios. «Por eso se nos quedó fijado como un tuit», escribe Alejandro Seselovsky, productor del podcast Basta chicos. Por eso Fort vive.
Por Alejandro Seselovsky
La fascinación está hecha con los materiales del instante: comparte con él una naturaleza. Es Alicia cayendo, Alicia mientras cae. No antes, cuando persigue a su conejo blanco. Ni después, en la mesa junto al Sombrerero. Es Alicia durante. En eso consiste la fascinación: en caer dentro de un pozo de estupor sin poder hacer nada, solo caer.
Lleva siete años muerto y el músculo de su personaje no se extingue. ¿Qué hace Ricardo Fort bailando en el cielo de nuestros stickers, oteando la trama diaria de nuestros grupos de whatsapp? ¿De qué se trata su terca presencia en la trivia de la conversación argentina? ¿De qué está hecha su sobrevida? Podemos buscar una respuesta fondeando el barro de nuestros goces subconscientes y probar con decir que está hecha de nuestra fascinación.
Que hemos caído en él, en el aljibe de su sin sentido. Que aún seguimos cayendo.
Lo conocí en el VIP de Esperanto, donde había ido a verificar la existencia de unas criaturas que la televisión de aquel momento nombraba como botineras. Era el año 2008. Fort estaba carreteando hacia el tráfico masivo de su figura, pero todavía no había despegado.
Fue verlo y fascinarme. Fue verlo y desaparecer en él. No podría decir que lo que veía me gustaba ni que me dejaba de gustar, solo que no podía dejar de mirarlo.
Fue verlo y volverme un antílope en la noche, catatónico frente a la lámpara de su cazador.
Fort estaba semidesnudo, bailando sin sobriedad, inventándose la altura con un pie en cada puf. A un costado, un balde de champagne con latitas de Speed cogoteando entre los hielos. Y junto al balde, dos hombres de su seguridad, vestidos de negro, con un cable ensortijado saliéndoles de las orejas y perdiéndose bajo el cuello de sus camisas, custodiándolo. A él. Y al balde.
Eso que hizo cuando dejó de bailar no fue sentarse, fue dejarse caer como un peso muerto sobre un sillón negro que lo engullió. Abierto sobre el cuero, mirando a la pista como un Nerón que contempla Roma antes de hacerla arder, se dejó secar la frente con un pañuelo por una mujer que avanzó, trémula, hasta él y volvió a desaparecer en la oscuridad.
La fascinación es previa al Lenguaje, al aparato crítico, a cualquier sistema de valoraciones. Lo que te fascina no está ni bien ni mal, todavía.
Un marciano en patines, un pancho con dulce de leche. Antes de juzgar la maravilla o el espanto del acontecimiento súbito que el devenir de la experiencia material del mundo acaba de entregar fracturando su recta de previsión lógica, hay que atravesar primero el campo sintomático del asombro, de la perplejidad, que le corresponden estrictamente al sistema nervioso, al puro cuerpo. Sandino Núñez, nuestro Zizek de Tacuarembó, llama a ese estado de suspensión asombrada la atmósfera uterina.
***
En ese 2008, mientras Fort montaba silloncitos en los boliches, Sandino publicaba en Montevideo El miedo es el mensaje (Editorial Amuleto). Licenciado en Filosofía por la Universidad de la República, epistemólogo, lingüista y analista del discurso en la cultura de masas, Núñez descubre en una escena clásica de Tom y Jerry la anatomía de la fascinación.
El gato Tom le coloca una trampa al ratón Jerry. La trampa consiste en un pedazo de queso. Del queso podemos ver que sale una estela amarillenta -el perfume, el olor- que avanza hacia Jerry. La estela desarrolla una delgada mano de dedos corteses que lo toman a Jerry de las narices y lo llevan suspendido en el aire. Escribe Sandino:
“Conectado por su nariz a la estela dorada del aroma del parmesano, el ratón Jerry va pero no va, flotando como un amante de Chagall. Los ojos cerrados, la sonrisa que viene de lo corpóreo más hondo. Está en trance, drogado. Es su cuerpo el que disfruta, no él. (…) Mientras tanto, agazapado detrás de un mueble el gato Tom espera con un enorme martillo. Jerry ya sabe que Tom está ahí, y al principio pudo querer resistirse, pero ya no. Es incapaz de detenerse -no le importa, en verdad no le importa. (…) ¿A dónde va Jerry? ¿A dónde va aunque Tom -la amenaza, la muerte- ya no esté allí? El gato y su martillo son solamente una metáfora brutal, pero al mismo tiempo inofensiva, de la verdadera amenaza y de la verdadera muerte: el aroma, la atmósfera uterina, la suspensión del cuerpo y su conexión sensorial, refleja o animal con el mundo. ¿A dónde va Jerry? Ya no va a ninguna parte. Y ya no viene de ninguna otra. (…) El cuerpo de Jerry ya está en el queso y el queso ya está en el cuerpo de Jerry.”
En estas diez formidables líneas, Núñez descompone el cuerpo del fascinado, que tanto puede ser el de un sujeto como un cuerpo social, la manada en la urbe, y, mantero de la exégesis, extiende las piezas de su peritaje sobre el plano del texto como esos chicos tuercas que los domingos a la tarde arman y desarman sobre la vereda el corazón de su Motomel y no se fascinan con Fort, se fascinan con ir a Warnes.
Sandino le asigna a la fascinación una procedencia, lo corpóreo más hondo. Un estado, el del trance. Una incapacidad, la de detenerse. Una condición abandónica: no le importa, de verdad no le importa. Una conexión con el mundo, la sensorial, refleja o animal. Y una yuxtaposición formidable: el cuerpo argentino ya está en Fort. Fort ya está en el cuerpo que somos.
***
La fascinación es un rapto, el fascinado es un raptado. El mundo objetivo, el que ocurre fuera de él, ha organizado un suceso que dinamita el devenir cartesiano de la experiencia vital y lo deja secuestrado frente al absurdo. Sin rescate.
La fascinación es el arribo al absurdo, el ingreso, la llegada a la fiesta del nonsense.
En la fascinación desaparece no solo el lenguaje sino la angustia del lenguaje queriendo transferir la verdad de las cosas y fracasando, siempre fracasando. La fascinación está exenta del fracaso de la semiosis, lo que produce su mejor carta, su ancho bravo, lo más seductor que la fascinación tiene para entregar: un goce.
Hay un goce en fascinarse, en dejarse fascinar: es el goce que produce el descanso del aparato crítico, el ruido blanco de la supresión del lenguaje.
Nos sucede con Fort lo que le sucede al conductor que aminora la marcha cuando pasa junto a los hierros retorcidos del accidente. El que viene detrás lo bocinea porque está apurado, pero en realidad lo que quiere es ocupar su lugar: lo bocinea porque lo envidia. Cuando pasa también frena. Ahí suena una tercera bocina y así van pasando, feligreses del asombro, uno tras otro, los fascinados.
Y si la ruta es la condición empírica del accidente vial, la televisión y su derivadas son la condición empírica del accidente social.
La primera acepción de la RAE para “accidente” es: suceso eventual que altera el orden regular de las cosas.
Ricardo Fort fue el accidente social más asombroso que nos ha tocado ver sobre la paleta de personajes, símbolos y narrativas que distribuyen los medios masivos de comunicación. Y su muerte fue su cristalización. Se nos quedó fijado como un tuit.
Asistimos todos los días de nuestra vida en la urbe al devenir de un mundo que anuncia: los marcianos en patines no existen, los panchos no llevan dulce de leche. Hasta que de golpe (la fascinación siempre ocurre de golpe porque, básicamente, la fascinación se trata de un golpe) la línea de acontecimientos previstos se fractura, le nace un codo a la experiencia de la historia, ocurre algo que no iba a ocurrir, algo que no debía ocurrir, algo que no estábamos esperando que ocurriera.
Pestañaste y bang! bang! estás fascinado.
***
Ahora bien, si la fascinación y el instante comparten naturaleza, comparten también anatomía: ambos son un punto, no tienen largo.
Ancho, sí. El diámetro de la fascinación puede tener la extensión de un mundo nuevo, el radio del descubrimiento, pero, honestamente ¿cuánto puede durar Alicia cayendo?
¿Y qué pasa entonces cuando nos desfascinamos, qué hay después de la fascinación, cuando el accidente comienza a empequeñecerse en el espejo retrovisor? Pasa que nace el lenguaje, es decir, muere la Verdad y nace su categoría. Muere la experiencia del cuerpo y su nervio en acto, su relación sensorial, refleja o animal con el mundo, y nace -Sandino dice- la vieja hembra engañadora: nace la representación.
El Ricardo Fort que vi por segunda vez ya no era el fogonazo de hipérbole precipitada que se me cruzó en el vareo de la vista aquella noche de Esperanto. Hubiera sido imposible.
El sujeto que conocí después, a quien visité tres veces en su piso 21 de la calle Sucre, era un pibe subido al tren euforizado de sí mismo, tren que existía sólo porque él había decidido que existiera y tenía cómo financiarlo. Un pibe que pagaba entornos y se hacía rodear por hombres de seguridad que se comentaban entre ellos programas de TruTV y se divertían persiguiendo, con picanas de mano, a quebradizos muchachitos modelos de la agencia FortMen, por los que también se hacía rodear.
Una noche nos invitó a todos a Esperanto. No hubo puertas para nosotros, entramos como el que cruza en rojo porque va chupado a la ambulancia. Una vez adentro, volvió a pararse sobre los pufs para bailar en las alturas y yo volví a verlo, pero la dinámica íntima de la fascinación delata el tracto del tiempo y de la memoria, y no hay dos veces para una primera vez.
Es inútil explicar la pervivencia de Fort mediante la protolengua del meme, porque el meme solo es una nueva forma de signar el sentido, no la composición de un nuevo sentido. Es inútil explicarlo mediante la treta del consumo irónico, porque el consumo irónico no existe: solo existe el consumo. El resto es indiferencia.
Fort está vivo y va a seguir estándolo mientras sigamos dentro del punto de fascinación en el que nos dejó.
Fuente: Télam