El día de los muertos celebrado por migrantes
Con su origen principalmente en México y en otros países de la región como Bolivia, Perú, Ecuador y Guatemala, este colorido festival -producto del sincretismo entre tradiciones precolombinas y cristianas- ya no pasa desapercibido en Buenos Aires.
POR MARÍA ALICIA ALVADO
Tan esperado en otras ciudades latinoamericanas, el Día de Muertos o de Todos los Difuntos ya no pasa desapercibido en Buenos Aires, hasta donde las comunidades de migrantes mexicanos y de los países andinos trajeron sus coloridas celebraciones para atracción de propios y ajenos, al punto de competir con el foráneo Halloween.
Y detrás las ofrendas montadas en cada casa para invitar a las ánimas a descender, pervive el mismo objetivo de «homenajear a los ancestros con aquello que le gustaba» y transmitir la historia familiar a las nuevas generaciones a partir de relatos anclados en las fotos, comidas y figuritas de pan, como tan bien reflejó la película de Disney «Coco».
«La nuestra es una celebración latinoamericana, porque juntamos distintas tradiciones, y este año además llamamos a ‘enterrar la pandemia‘», dijo a Télam Mirela Vega, migrante boliviana del colectivo de artistas Somos Calaveritas, que desde 2019 vienen festejando el Día de Muertos en diferentes centros culturales de la Ciudad.
Esta muralista nacida en Tarija, explicó que esta edición será especial porque «estamos haciendo un duelo colectivo» en el entendimiento de que «la pandemia nos atravesó a todos colectivamente y no hay una manera de sanar ese dolor que no sea en comunidad».
Además de un altar mexicano y uno boliviano, la actividad «Duelo colectivo Latinoamericano«, que Somos Calaveritas realizó en el Centro Cultural Nuestra América en el barrio porteño de Almagro el pasado sábado, incluyó un altar comunitario dedicado a las víctimas de femicidio en 2021 y a reclamar «Ni una menos».
«La idea es compartir con la comunidad la celebración que tenemos en nuestra memoria y que mucha gente no conoce. Y lo hacemos desde la experiencia cultural y el trabajo comunitario«, agregó sobre el colectivo que integra junto a artesanas, artistas plásticas y especialistas gastronómicas.
Producto del sincretismo entre tradiciones precolombinas y cristianas, las celebraciones andinas y mexicanas unen símbolos católicos -como la cruz y los rezos- con el originario culto a los muertos. Y la festividad enlaza dos escenarios paralelos de celebración a pura música, comida y bebida: la casa familiar y el cementerio donde descansan los ancestros.
La mexicana Erica León Nequiz contó a Télam que al principio le costó encontrar un lugar donde celebrarlo en Buenos Aires.
«Yo iba por los barcitos pidiendo montar mi altar de día de muertos, algunos me dejaron y entonces la gente se acercaba a preguntarme si era por Halloween. Yo busco cambiar la visión que se tiene de esta celebración, que muchos ven como algo tétrico cuando en realidad tiene que ver con el amor, con no olvidar«, dijo esta artesana y maestra jardinera.
Como en el caso andino, la creencia indica que al mediodía o a la medianoche (según las regiones) del 1 de noviembre las almas de los seres queridos descienden para «disfrutar de lo que se la preparado». Y se quedan entre los vivos hasta el mediodía siguiente, cuando se despiden hasta el año próximo.
Pero en el caso mexicano los homenajes no se circunscriben a estas fechas, sino que se suceden desde el 27 de octubre con un altar distinto cada día: «el 27 de octubre se pone la ofrenda a los animales (fallecidos); el 28, a los que murieron de manera violenta o repentina y a las ánimas solas; el 29, a los ahogados; el 30, a las almas olvidadas que no tienen familia que los recuerde; y el 31, a los angelitos, niños que quedaron en el limbo», cuenta Erica.
Son infaltables el altar mexicano las flores de cempasúchil «que representan el sol y la vida», las velas «para iluminar el camino», un vaso con agua «para refrescar al alma que viene de muy lejos y llega sedienta», sal «para protegerla y que no se corrompa en su trayecto», una calaverita de azúcar, chocolate o cerámica «que es la presencia en sí de nuestro difunto», la figura de un perro que «los ayuda a sortear las pruebas para llegar al Mictlan» o inframundo y el «pan de muerto» que suele tener una forma redondeada con huesos entrecruzados en relieve.
Además, tienen que estar representados los cuatro elementos: la tierra evocada por una cruz católica, el aire con «papel picado» -guirnaldas de papel calado-, el fuego con las velas y el agua con un recipiente de este líquido.
Los altares suelen tener también hasta 9 escalones para representar igual cantidad de regiones que tiene que atravesar el difunto para llegar al inframundo al cabo de cuatro años, mientras que en otras regiones los escalones son tres y representan el cielo, el infierno y el inframundo como en el caso andino.
«En Bolivia todos los años celebramos a nuestros muertitos porque no creemos que la muerte sea el fin, sino un tiempo de transición a una mejor vida«, dijo a Télam Evelyn Winnipeg Crespo, quien tuvo a su cargo el armado de la «mesa del día de difuntos», que es como le llaman en Bolivia a los altares por la preponderancia de masas y comida.
La artesana explicó que quienes mueren «suben al hanaj pacha (mundo superior) a resguardarse entre las montañas, y desde allí arriba están viéndonos, guiándonos, cuidándonos y protegiéndonos», excepto por un día en el año que «bajan a visitarnos».
«Desde el mediodía del 1 de noviembre, se abren las puertas de las casas y cualquier persona puede entrar a rezar a aquellos domicilios que tenga un moño negro en la puerta, que significa que hay ofrendas para recibir a la gente. Y porque rezas, los dueños de casas te pagan con masitas y con frutas», contó.
En las mesas bolivianas los elementos distintivos son la predominancia del color violeta y negro, las «tantawawa» o niño de pan «que representa el alma», las escaleras de masa «que ayuda a bajar y subir», las figuras del sol y la luna «que son quienes ilumina el trayecto», platos con las comidas que más le gustaban a la persona homenajeada, la cruz que evidencia la «fusión con lo religioso» y convoca a los rezos cristianos, la llama «que ayuda a que el alma se pueda llevar cosas que le gustaron para que no esté cargando ni le sea muy pesado».
«La gente realmente cree que bajan las almas. Mi abuelo, por ejemplo, se sentaba y le decía a la esposa fallecida: ‘¡qué bien que hayas venido, te estaba esperando! Espero que te guste lo que hemos preparado’. Hay otros que para saber si vienen las almas o no, en los pies de la mesa ponen una cajita con arena y cuando desarman todo aparecen allí como huellas de pajaritos, señal de que las almas sí vinieron y disfrutaron», contó.
Al día siguiente, al mediodía, un grupo de personas son designadas para desarmar cada mesa mientras toda la celebración se traslada al cementerio, donde «los dolientes» llevan las masas sobrantes, la música, la comida y bebida.
«Nada tiene que quedar, todo se tiene que repartir y llevar; y, si queda algo, se tiene que quemar. Y luego la mesa hay que volcarla patas para arriba para que no fallezca una persona más, porque si no el duelo te sigue», contó.